De adolescente, una de mis mejores amigas, que era negra, experimentaba de vez en cuando la situación de que hordas de compañeros y compañeras de clase se acercaran a ella para pellizcar sus gruesos rizos negros. Me enorgullezco de poder decir que siempre me incomodó esta situación muchos años antes de que empezara a cuestionarse en las conversaciones raciales de la actualidad, y de que nunca me interesó lo más mínimo manosear el pelo de otra persona de todas formas, pero es interesante recordar esta anécdota ahora que Solange canta sobre la experiencia que la define en su nuevo disco, ‘A Seat at the Table’. Lo hace en un lustroso número de R&B moderno llamado ‘Don’t Touch My Hair’ que hace uso alegórico del concepto de cabello afroamericano para hablar sobre orgullo negro en una canción elegante, melodiosa y excelentemente arreglada que es tan buena musicalmente como una poderosa declaración de intenciones.
Esa dicotomía define ‘A Seat at the Table’. El tercer disco de Solange, su primer largo en ocho años (antes llegó ‘True’, su notable EP con Dev Hynes que nos dio la gran ‘Losing You’) es abiertamente político pero también profundamente personal, un documento de lucha negra diseñado desde la propia experiencia que habla sobre racismo desde multitud de ángulos diferentes pero sin agotar o aleccionar, y también una obra musical rica, llena de canciones preciosas interpretadas con emotividad y sutileza, producida con enorme gusto y visión y repleto de colaboraciones interesantes como las de Dave Longstreth de Dirty Projectors, que aparece en varias canciones (la historia de Solange con el grupo de Brooklyn tiene años), la cantante Tweet, el gran Sean Nicholas Savage, Sampha, Kindness o incluso Kwes, ese músico semi desconocido de Londres cuyo disco tanto nos gustó en su momento y que ya había producido para The xx o Hot Chip antes de meterse en el estudio con la benjamina de las hermanas Knowles.
Uno de los ángulos más interesantes con los que Solange aborda el racismo que ha experimentado en los últimos años en ‘A Seat at the Table’ observa a la crítica musical (blanca) con aplomo. En el burbujeante soul electrónico de ‘Don’t You Wait’, Solange deja claro que no va a ser la artista que quieran sus críticos blancos, en concreto recordando a un periodista de The New York Times que la criticó por rechazar aparecer en un podcast sobre «turismo cultural» y argumentó que la popularidad de Solange entre la prensa indie actual no existiría si no fuera por grupos hipster de moda tipo Grizzly Bear. Esta persona implicó que el público de Solange era mayoritariamente blanco y que la cantante no debería «morder la mano que le da de comer». La respuesta de Solange, aparte de esta canción en concreto, ha sido hacer un disco negro de cabo a rabo, con visión histórica pero arraigado en el presente y repleto de interludios después de casi cada canción como un disco de Janet Jackson, que comunica que el R&B, quizás igual que el metal, el drone o la electrónica minimalista, no es pop y no es para todo el mundo.
‘A Seat at the Table’ efectivamente no es ‘Lemonade’ y no moverá millones de copias ni será uno de los discos más vendidos del año por mucho que lo merezca. El disco de Solange es puramente R&B, se parece más a los discos de Ms. Lauryn Hill, D’Angelo, Jill Scott y Miguel que a los de Beyoncé porque contiene melodías vocales y armonías mucho más sutiles y pacientes, producciones nada bombásticas y muchos menos singles para la radiofórmula actual (la que tampoco hace caso a Beyoncé, por otra parte). La primera mitad del disco refleja esto brillantemente en canciones tan buenas como la agridulce ‘Weary’, que ha inspirado un divertido meme; ‘Mad’, una pequeña obra maestra de hip-hop fusionado con jazz en la que rapea Lil’ Wayne; la mencionada ‘Don’t Touch My Hair’ y ‘Cranes in the Sky’, de lejos la mejor canción del disco, un sobrecogedor retrato de escapismo que contiene probablemente la melodía más hermosa del álbum. Por algo es su canción más escuchada en Spotify.
Es en la segunda mitad de ‘A Seat at the Table’ cuando la calidad de las canciones empieza a decaer ligeramente. El hip-hop meditativo de ‘F.U.B.U’ («For us, by us») habla sobre apropiación cultural y es importante, pero como canción no es de las más atractivas del disco, mientras ‘Where Do We Go?’ no parece que haya explotado al máximo la inclusión de Sean Nicholas Savage ni ‘Borderline (Note to Self-Care)’ las posibilidades de su efervescente base instrumental. Son buenas canciones pero palidecen al lado de las mejores. Hacia el final, la pizpireta ‘Junie’, que es como un disco-funk de ‘Soul Train’ hecho para el siglo XXI, y la preciosa ‘Scales’ con Kelela recuperan el balance, pero siguen sin conformar una segunda mitad igual de buena que la primera. No es, desde luego, un problema único de Solange, pero quizá sí haga cuestionarnos que tantos escritores hayan encumbrado ya ‘A Seat at the Table’ como un clásico equiparable a ‘Black Messiah’ de D’Angelo & the Vanguard.
En cualquier caso, no todos los clásicos de la historia de la música popular son discos perfectos y parece que a ‘A Seat at the Table’ le espera un recorrido por los años más longevo que el de muchos discos parecidos de su generación. Es un álbum políticamente relevante que contiene demasiada belleza como para olvidarnos de él en unos meses. Y que no te asusten los interludios porque no es tan largo. Solange lo tiene claro. «Con el estado de nuestra nación», ha dicho, «y todos esos mensajes que nos tenemos que tragar sobre que no somos suficientemente buenos, suficientemente hermosos, suficientemente listos y suficientemente ricos, quería hacer un disco que fuera literalmente un anuncio de servicio público de una hora sobre que la comunidad afroamericana está por encima de lo suficiente, de que siempre lo hemos estado y de que no pedimos tu permiso porque construimos el nuestro propio». Es una buena razón para sentarse en esta mesa.
Calificación: 8,1/10
Lo mejor: ‘Weary’, ‘Cranes in the Sky’, ‘Mad’, ‘Don’t Touch My Hair’
Te gustará si te gusta: la música negra
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