“Es sólo un puto western”, se defiende Tarantino harto de escuchar a gente como Spike Lee acusándole de tratar con cero respeto un asunto tan serio como el de la esclavitud. Un episodio más dentro de la inquina legendaria entre ambos directores que se quedaría en eso, en anécdota, si no fuera porque por primera vez ambos mienten. Y es que esta ‘Django desencadenado’ tiene tanto de irrespetuosa como de película típica del oeste.
De Spike Lee, en cualquier caso, ya no sabemos si realmente piensa lo que dice pensar o actúa así azotado por la envidia de saber que él fue un día el director más prometedor e irreverente de los noventa hasta que un tal Quentin y sus ‘Reservoir Dogs’ llegaron para robarle la etiqueta. Sobre todo porque no hay justificación en el hecho de exigir o buscar grandes lecciones de historia en el cine de Quentin estando por ahí sueltos Spielberg y su épica.
No desde luego lecciones fieles a la realidad, puesto que como ya demostró con ‘Malditos bastardos’, a veces es mejor una hipérbole cariturizada que un documental pegado a la realidad. Dependiendo del público es incluso más efectiva. En cualquier caso, siempre más estética.
Aunque es aquí precisamente, en la estética, donde entra en juego la mentira de Tarantino, que es lo que dice cuando reduce la película a la categoría de “sólo un puto western”. ¿Que utiliza el discurso narrativo habitual del género? Sí. ¿Que aparecen desiertos, caballos y vaqueros? También. ¿Que suena música de Ennio Morricone y Franco Nero se toma un tequila? Faltaría más.
Pero del mismo modo que ‘Pulp Fiction’ no es solo una peli de mafiosos o ‘Kill Bill’ no es una de artes marciales, ‘Django desencadenado’ es mucho más que un simple homenaje al spaghetti western adaptado a los gustos de hoy día. Podríamos tirar por el lado de explicar eso de que el arte ni imita ni copia, sino que reinterpreta hallazgos ajenos para, utilizando recursos que parecían agotados, encontrar nuevos significados. Pero sería entrar en terrenos que no interesan o, peor, colar una tercera mentira en esta crítica.
Por eso mejor nos quedamos con lo que nadie podrá negar una vez vista la película, es decir, con la confirmación de que Christoph Waltz no es genio de un día, que Samuel L. Jackson se merecía una nominación al Oscar, que hay bandas sonoras cuya existencia ya justifica la puesta en marcha de un rodaje, que el tiempo es relativo cuando casi tres horas se convierten en una, que el mejor 3D no es el de las gafas sino el de la sangre que salpica sin dejar manchas y, por supuesto, que Tarantino no debería retirarse nunca. 8,5.