Hay momentos en que Cass McCombs parece una versión de andar por casa de Jeff Tweedy. Los dos tienen fama de huraños, visten de forma descuidada y poseen un enorme talento para fusionar americana y pop sin que se noten las costuras.
A diferencia de Tweedy, sin embargo, McCombs es un huraño que hace ejercicio de ello: en su concierto del lunes en el Teatro Lara de Madrid, apenas cruzó miradas o palabras con el público. Y su aspecto descuidado, con deportivas y vaqueros anchos, le acercaba más al indie que a los estilos tradicionales. Para solucionarlo, se había puesto una camisa cowboy varias tallas más grande por encima.
Con un grupo compuesto por él mismo a voz y guitarra, bajo, batería y segunda guitarra (con algún ocasional lap steel), su banda también parecía unos Wilco de andar por casa. De hecho, casi al principio del concierto se marcaron una versión de ‘Love Thine Enemy’ que recordaba por momentos a ‘Spiders (Kidsmoke)’ y que, de paso, mezclaron de forma espléndida con ‘Name Written in the Water’.
Pero que nadie se engañe: a pesar de su aparente falta de ambición, McCombs es un autor mayúsculo e hizo un concierto a la altura. Digo mayúsculo sin rubor ninguno: no hay muchos músicos que hayan surgido en la pasada década que puedan dar un concierto redondo en cuanto a calidad de temas y que se dejen en el tintero cantidad semejante de joyas. El californiano trató de distribuir el repertorio equitativamente entre sus discos, dando algo de preferencia, claro está, a su última referencia, ‘Big Wheel and Others’. A pesar de ser su lanzamiento más reciente, ‘There Can Be Only One’ y ‘Angel Blood’ sonaron a clásicos.
En cuanto a los rescates del pasado, de su LP más reconocido, ‘Catacombs’ (2009), sacó de paseo ‘My Sister, My Spouse’ y su batería que parece sacada de Tame Impala (mención de honor para Daniel Allaire, que le imprimió contundencia hasta a la canción más lenta) y una ‘Dreams-Come-True Girl’ que apareció sin pompa ninguna, una prueba más del desinterés del músico por las convenciones en general y las de un concierto en particular.
Al público no le importó: se mantuvo en silencio y concentrado la hora y veinte minutos que duró, incluso aquella parte apostada en la entreplanta del teatro, con sus incomodísimos asientos. En contraste con su mayor hit, si hay un tema en que se notó que la banda disfrutaba fue la espectacular ‘Liokiller’ -perteneciente a su disco ‘Dropping the Writ’ (2007)-, con sus punteos entrecruzados y obsesivos. Y es que McCombs ha afirmado en alguna entrevista reciente que se considera más guitarrista que cantautor. Aunque lo que destaca por encima de todo de su persona es ese timbre de voz cálido que puede ser áspero y dulce a la vez, que solo se quebró durante el bis, cuando trataba de alcanzar el falsete de ‘County Line’. No, no era la canción que uno se imagina para cerrar un concierto, pero a los asistentes les dio igual. Quizá por pequeños detalles como este no llegue a tener el reconocimiento de la liga de campeones del americana, pero para sus seguidores son los que lo hacen especial.
Teloneándole estuvo Frank Fairfield como recién salido de un daguerrotipo. Frente a un micrófono, pertrechado con banjo, guitarra ‘parlour’ (como las que usaban los bluesmen de principios de siglo XX, más pequeña que las actuales) y violín apoyado entre brazo y pecho, cantó con su delicada voz canciones folclóricas del sur de EE UU. Se le veía preocupado por que el público entendiera el contexto de aquella música, hablando de caballos, ganaderos y extensas praderas solitarias. Pese al temor por las diferencias culturales, se marcó una ranchera en español, ‘Las Isabeles’, popularizada por el mexicano Pedro Infante, y de paso demostró que las barreras culturales son siempre más permeables que las de otro tipo.
Cass McCombs acaba su gira por nuestro país este día 23 de enero en Barcelona.
Foto: María Clara Montoya.