David Cronenberg dijo una vez, durante una entrevista en el festival de Sitges, que los directores a los que más admiraba eran aquellos que realizaban películas que no tenían nada que ver con las suyas, obras cuyos rasgos estilísticos y temas estaban muy alejados de los que han acabado configurando su propio universo como creador. ¿La razón? Él no sabría rodar ese tipo de filmes.
Cuando me enteré de la pasión de Pedro Almodóvar por la literatura de Alice Munro, me acordé de Cronenberg. Pensé que le podría ocurrir lo mismo: le debe de gustar tanto porque la concepción del drama que tiene la premio Nobel –contenido, sutil, silencioso, anglosajón- es completamente diferente al suyo: febril, exacerbado, verbalizado, latino. Melodramático. Por eso, cuando supe que había comprado los derechos de ‘Destino’, ‘Pronto’ y ‘Silencio’, los tres relatos protagonizados por el personaje de Juliet que aparecen en ‘Escapada’ (RBA, 2005), se me quedó la misma cara de sorpresa que se le debió de quedar al director cuando se enteró del escándalo de los Panama Papers en plena promoción de ‘Julieta’.
Enseguida me surgió la pregunta: ¿cómo demonios iba a adaptar unas historias tan alejadas de su geografía sentimental, personal y cultural sin «traicionar» a la escritora o a él mismo? ¿Cómo las va a trenzar –son tres relatos, no lo olvidemos- y trasladar su temperatura dramática a su propio temperamento artístico?
La primera pista la dio pronto. ‘Silencio’, como se iba a titular la adaptación (y que cambió a última hora para no coincidir con el próximo filme de Scorsese), iba a ser la primera película de Almodóvar rodada en inglés y fuera de España. El director siempre ha declarado que le hubiera gustado dirigir las adaptaciones de novelas que adora como ‘Las horas’ de Michael Cunningham o ‘La mancha humana’ de Philip Roth, y esta parecía la oportunidad perfecta para desquitarse: rodar una adaptación más o menos fiel, en las mismas localizaciones (Canadá) y el mismo idioma en que está escrita. Pero lo desechó pronto. El paisaje canadiense le parecía demasiado deprimente y la traducción al inglés de su guión, poco convincente.
La solución pasaba por un cambio de rumbo o perspectiva: alejarse de Munro para acercarse a Almodóvar. Y eso ha hecho. O casi. Si ves la irregular ‘Julieta‘ habiendo leído antes los relatos (y leyéndolos otra vez después), enseguida te das cuenta de una cosa: cuanto más lejos de Munro, mejor funciona la película; cuanto más cerca, peor.
¿Cuándo está lejos? Cuando la protagonista está en la cama con su madre enferma, cuando está en Galicia conviviendo con el personaje (completamente almodovariano) de Rossy de Palma, cuando pasea sonámbula por Madrid, cuando las niñas la secan y se produce la extraordinaria elipsis de la toalla, en la escena amorosa del tren, en la de los Pirineos… Secuencias que son un ejemplo de cómo trasladar el universo estético y afectivo canadiense y munroriano, donde no saber nada de una hija durante 12 años parece provocar solo pesar y abatimiento, al español y almodovariano, donde ese mismo hecho desencadena una tormenta de sentimientos (por mucho que en este caso apenas traiga agua ni truenos).
¿Cuándo está cerca? Cuando la protagonista habla sobre la tragedia griega, cuando le cuenta a la hija qué le ha pasado al padre, cuando se encuentra en la calle a la amiga de su hija (¿El lago Como? ¿Cómo?) o, sobre todo, en la secuencia del tren. Este pasaje, perteneciente al relato ‘Destino’, es una de las cumbres de la literatura de Munro. Un momento hipnótico y evocador, lleno de misterio, belleza y extrañeza. Era imposible saltárselo. Pero Almodóvar lo ha hecho de la peor manera: narrándolo de forma apresurada, con una dramaturgia y personajes muy poco verosímiles (por culpa también de un exceso de protagonismo de su hermano Agustín), y con el que, quizás, sea uno de los planos más desechables de toda su filmografía: el del ciervo.
Y es que Almodóvar se acerca a Munro pero sin confiar demasiado en ella. Y ahí está el problema. Personajes como la hija (demasiado explicada y que en el relato es pura ausencia y silencio), el del padre pescador (que en el relato tiene una formación académica y se entiende mucho mejor su relación con Julieta) o el de la amiga y el hombre del tren (que el director ventila en cuatro trazos mal dados), provocan una desconexión dramática que lastra gran parte de la película. El encuentro entre Murno y Almodóvar no ha sumado como parecía. Al contrario, ha restado. Ha dado lugar a una especie de Bergman con más costurones que Elena Anaya leyendo ‘Escapada’ en la inolvidable ‘La piel que habito‘.