Annie Proulx (Connecticut, 1935) llegó tarde a la literatura, pero su impronta ha sido extraordinaria. Publicó su primera novela, ‘Postales’, pasados los cincuenta. Con la segunda, ‘Atando cabos’, ganó el Pulitzer. Y con el relato ‘Brokeback Mountain’ (publicado en España como ‘En terreno vedado’), la fama y el corazón de miles de lectores tras la adaptación cinematográfica que dirigió Ang Lee.
Después de catorce años sin publicar una nueva novela, Proulx regresa con una de casi mil páginas. ‘El bosque infinito’ (Tusquets) narra la historia de dos leñadores franceses que llegan a Nueva Francia (actual Canadá) a finales del siglo XVII. Son contratados en régimen de semiesclavitud por un despótico colono para trabajar talando árboles en los bosques “infinitos” de la comarca.
¿Un ‘Brokeback Mountain’ en lo profundo de los bosques canadienses? No, nada de eso. A las pocas páginas, la autora empuña el hacha y de un tajo divide en dos los caminos de los protagonistas. Uno de ellos escapará y prosperará como comerciante, el otro comprará su libertad y se unirá a una india de una tribu nativa. Estas dos líneas narrativas se intercalarán a lo largo de toda la novela. Por un lado, los descendientes del comerciante, y por otro, los hijos mestizos del leñador. Dos sagas familiares que se ramificarán por diversos escenarios (Europa, China y Nueva Zelanda…) y llegarán hasta la actualidad.
La ambición de Proulx con ‘El bosque infinito’ es enorme: contar la historia del capitalismo en Norteamérica a través de la deforestación de sus bosques. Para ello, se sirve del enfrentamiento entre dos formas de entender el mundo, de vincularse a la naturaleza: la del comerciante sin escrúpulos, para quien colonizar significa explotar indiscriminadamente los recursos naturales y humanos de un territorio, y la del leñador mestizo, quien busca sus raíces (y su sustento) en medio de la deforestación cultural.
Aunque a veces caiga en el maniqueísmo fácil y las metáforas resulten demasiado obvias, lo cierto es que esta dicotomía (que la autora amplía a otras categorías: colonos-nativos, empresario-trabajador, Oriente-Occidente) resulta bastante eficaz como vehículo para deslizar el discurso ecologista y elegíaco que Proulx pretende. Además, ‘El bosque infinito’ también funciona como (adictivo) culebrón familiar. La escritora planta la semilla en las primeras páginas, y los dos árboles genealógicos van creciendo y ramificándose con la aparición de varios personajes realmente memorables. 7’5.