Leyendo buena parte de las reseñas de ‘Rough and Rowdy Ways’ es cierto que, salvo contadas excepciones, parece que hay una excesiva genuflexión hacia la figura de Bob Dylan, cuando se ha pasado buena parte de esta década cobrándose una jubilación dorada a base de giras en las que sobre todo ha perpetuado su imagen de tipo esquivo y endiosado y no solo ha permitido que se monetice un archivo en el que hasta la grabación de un estornudo parece susceptible de ser objeto de un box-set sino que además él mismo ha alimentado su propia pereza con discos de versiones de dudoso interés mientras se recostaba viendo crecer su patrimonio. Pero dicho esto –soltada toda la bilis de una sola arcada, si se quiere–, el trigésimo noveno disco de estudio de Robert Zimmerman está a la altura de su leyenda y da continuidad a otro muy buen disco de material original del que ya casi nadie parece acordarse, el penúltimo, ‘Tempest‘.
Quizá en toda esa alharaca en torno al disco tenga que ver el hecho de que es un señor que ganó un Nobel (y un Príncipe de Asturias), que es una cosa que da mucho prestigio a pesar de (o gracias a, no lo olvidemos) las polémicas. O que, de manera no del todo justificada, se crea que es una especie de disco final de Dylan, sin que en ningún momento se haya especulado con su retirada con o sin problemas de salud adheridas. ¿Nos hemos perdido algo? Quizá se asuma tal cosa por el carácter sumarial de una pieza como ‘Murder Most Foul‘, en la que, partiendo del asesinato de J.F.K., realiza una salmodia en la que repasa referentes propios y ajenos de la cultura popular, como si escribiera una suerte de testamento poético. Lo cierto es que la sombra de la muerte planea por muchos de los versos de este trabajo, y en ese sentido sí puede verse el carácter elegíaco en el disco. Pero también, o así lo observo yo, hay una evidente sorna cómica que rebaja la tensión y contribuye lo suyo a aligerar carga.
Hay que decir que el citado single, un estreno como número uno de Billboard que no podía ser más paradójico, es lo peor de ‘Rough and Rowdy Ways’. De hecho, es casi de agradecer que la edición física lo contemple como un disco (literalmente) al margen del resto de la obra, porque verdaderamente no parece más que una anécdota. Si nos quitamos el monóculo y el cuello almidonado que parece forzoso lucir cuando uno reseña un disco del genio de Duluth, es un número musicalmente plano (sin apenas cambios de intensidad que enfaticen el discurso de Bob) que simplemente sirve como soporte para un poema que casi parece más un reto personal –¿ver si puede incluir más referencias pop que un rapero, por ejemplo?– que invita al oyente al sesteo.
Ese reto lírico es, en cierto modo, el mismo que propone el tema que abre el disco y que sucedió como single a aquel, ‘I Contain Multitudes’, pero con mucho mejor tino. Esta vez a Zimmerman le bastan poco más de cuatro minutos para aderezar una bonita progresión melódica –ejecutada por su banda habitual de directo en los últimos años con un mimo verdaderamente emocionante– presumibles o manifiestas referencias (¿alguien se atreverá con un libro como el de Bunbury sobre Bob?) a Shakespeare, Edgar Allan Poe, Walt Whitman, los Rolling Stones, Indiana Jones, ‘Moonrise Kindgom‘, Anna Frank, Beethoven, Chopin… en los que se percibe incluso cierta guasa. En la reciente entrevista ofrecida en exclusiva a The New York Times, asegura que fijarse en tal o cual referencia es «irrelevante», porque es como una especie de gran cuadro, que solo tiene sentido si se observa al completo, no solo fijándonos en los detalles. Y que responde a un estilo de escritura que Dylan compara con un trance.
No parece tan caprichoso, pero sí que es distintivo de lo que encontramos en ‘Rough and Rowdy Ways’, que también tiene una parte más desbocada (es un decir), cuando la distorsión y la electricidad ganan presencia y acompañan la voz del Maestro, que pese a estar palpablemente cascada, sabe jugar con ella para hacerla sonar desafiante. Especialmente cuando la emplea en el blues pantanoso de números como ‘False Prophet‘ («Soy el último de los más grandes», canta con más bien poca ironía) o la animada ‘Goodbye Jimmy Reed’, donde invoca los espíritus de bluesmen (el propio Jimmy Reed, Captain Beefheart) que, como él, nunca han recurrido a la espectacularidad técnica sino al sentimiento y la raíz de la música negra para reivindicarla (y reivindicarse). Más oscuro y ambiental, el maravilloso fresco de jazz-blues de ‘My Own Version of You’ es un vehículo de auténtico lujo para otra colección de referencias, pasando por Pacino, Brando, Leon Russell, Freud y Marx –Karl, no Groucho–.
Pero en general el terreno en el que Bob Dylan más y mejor conmueve en esta etapa es cuando emplea un perfil de intérprete que arrulla con la voz, muy en línea con otro añorado maestro como Leonard Cohen. Por ejemplo en ‘I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You’ donde, entre preciosos arreglos instrumentales y corales adopta un perfil dulce y entrañable, alejado de la hosquedad que se le suele atribuir, parece recapitular metafóricamente los logros de su vida, y se muestra en paz y listo para «entregarse». ¿A la muerte, quizá? No parece haber dudas de que esa sombra le ronda la cabeza a Zimmerman, a tenor de letras como la de la tan minimalista y lúgubre como exquisita, ‘Black Rider’ o, más figuradamente, la del leeento y rasgado blues ‘Crossing the Rubicon’, donde juega tanto con la gesta bélica de Julio César como con la muerte de este en la víspera de Los Idus de Marzo, «sintiendo los huesos bajo la piel».
Esta versión crepuscular de Dylan se envuelve sobre todo de cierta calma placentera, como la que dice sentir observando el Pacífico desde su casa en Malibú. La apacible y sentida ‘Mother of Muses’, conecta la ‘Odisea’ de Homero –uno de sus libros de cabecera, como confesó en su discurso para su Nobel de Literatura– consigo mismo, erigiéndose en trovador que canta loas a las gestas militares de su país que «permitieron que Presley cantara, que labraron el camino de Martin Luther King». Y más entrañables aún resultan los nueves minutos de ‘Key West (Philosopher Pirate)’, una oda a la mezcla de culturas que pervive en los cayos de Florida, separados de Cuba por un centenar de kilómetros de mar. Ahí, mecido por un delicioso acordeón y unos coros femeninos preciosos (que atribuimos a Fiona Apple, acreditada en el disco), Dylan tiene el respaldo perfecto para situarse en «el lado equivocado de la vía», junto a «Ginsberg, Corso y Kerouac», y pensar en «la inmortalidad» (hace tiempo que la modestia dejó de ir con él). En este caso, los casi diez minutos arropan y emocionan. Están más que justificados y habrían de ser el perfecto broche a un ‘Rough and Rowdy Ways’. En su crepúsculo, Dylan puede ser inofensivo y por momentos incluso aburrir, pero es inútil negar una clase inconmensurable en él, que le permite contemplar al resto de artistas desde las alturas.
Calificación: 8,2/10
Lo mejor: ‘I Contain Multitudes’, ‘My Own Version of You’, ‘Goodbye Jimmy Reed’, ‘I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You’, ‘Crossing the Rubicon’, ‘Black Rider’
Te gustará si te gusta: Leonard Cohen, Neil Young, Van Morrison.
Youtube: ‘I Contain Multitudes’