A primera vista, Azealia Banks puede parecernos absolutamente despreciable. Sus ataques, a menudo gratuitos, otras veces no tanto, a gente como Lady Gaga, Disclosure, Lily Allen o, por supuesto, Iggy Azalea, ocupan titulares de medios como el nuestro prácticamente semana tras semana. Su última trifulca, de nuevo unidireccional, porque su más reciente víctima no ha contestado a sus ataques todavía y porque todo el mundo sabe que lo que le gusta a Azealia Banks en verdad es discutir consigo misma, ha sido con Zayn, que ha terminado siendo la más grave de todas, pues no solo ha involucrado al cantante sino también a su propia familia. Al autor de ‘Mind of Mine‘ le ha dicho que es un «maricón» y un «perro peludo con aroma a curry» (para quien no lo sepa, Zayn es musulmán) y le ha acusado de haber sido la «mascota de los chicos blancos de One Direction» por su papel como «icono de pega» del islam en Reino Unido. Ha sido, en su opinión, el «paki simbólico» del grupo para contentar a las familias blancas. A su madre le ha llamado «sucia refugiada».
Todas las barbaridades que Banks suelta en Twitter parecen (e insisto en el verbo «parecen») contradecir los valores que supuestamente defiende. Asegura apoyar a Donald Trump, espeta insultos homófobos, xenófobos y racistas cada vez que puede para luego defender que no es ni homófoba ni racista ni xenófoba y critica duramente a mujeres negras como Beyoncé por representar un ángulo del feminismo afroamericano que considera dañino, cuando ella se ha pasado años defendiendo la superioridad de la mujer negra. No me extraña nada, pero nada, el odio que suscita Azealia Banks en este momento, ni mucho menos que la expulsen de festivales como el de Londres por su actitud. Es lógico ver en ella, o bien a una chica con muy pocas luces y mucho tiempo libre, o bien a una persona completamente inestable que necesita ayuda, lo sabe (no conscientemente, pero lo sabe) y utiliza las redes sociales para reclamarla como puede, con violencia verbal e incluso física, atacando a los hijos de una, a los padres de otro y así sucesivamente hasta que ser víctima de Azealia Banks nos toque a alguno de nosotros, como ser una Sugababe.
Pero también es posible, aunque parezca una locura, interpretar a Azealia Banks como una activista realmente comprometida con su causa, una persona honesta y realmente preparada, quizá no emocional, pero sí intelectualmente, para el conflicto. No en vano insiste en su pasión por la lectura cada vez que puede. Aunque sus diatribas y lecciones de historia afroamericana se producen siempre detrás de una pantalla o a través de grabaciones de Periscope, lo que le hace parecer menos espontánea de lo que nos gustaría para tomárnosla más en serio, lo cierto es que sus opiniones, aunque expresadas desde el mal gusto, desde lo políticamente incorrecto, tienen substancia. Por ejemplo, su apoyo a Donald Trump es firme, ¿pero de qué apoyo estamos hablando? Hace unos meses, la rapera opinaba en Twitter que América necesita a Trump porque ambos son «malignos». «Solo espero que este país siga siendo como es», indicaba, «[un país] lleno de mierda. Y la mierda necesita más mierda para funcionar, así que lo mejor es colocar un pedazo de mierda en la Casa Blanca». ¿Alguien cree que Banks se va a pasear por Los Ángeles enarbolando la bandera republicana con un pin de «Make America Great Again» colgado en el pecho? A mí esto no me parece apoyar a Donald Trump ni remotamente ni mucho menos defender su política conservadora. Me parece, por el contrario, una actitud política autodestructiva con la que podemos no estar de acuerdo, pero que es totalmente legítima.
En lo que a la Banks más «contestataria» se refiere, me interesa especialmente su valoración sobre el aclamado ‘Lemonade’ de Beyoncé. No era tan descabellada. Se ha criticado a Beyoncé por oportunista en relación a su repentino interés por el racismo en Estados Unidos y, evidentemente, nadie es la misma persona ahora que hace cinco años. Es posible que la Beyoncé de 2011 no tuviera las inquietudes activistas que tiene ahora, como es natural, por lo que nadie debería cuestionarla en ese sentido. El reproche de «¿por qué ahora sí y antes no?», emitido por la misma Banks en Twitter, no es válido. No todo el mundo nace con el puño en alto o con una ideología concreta y todo el mundo tiene el derecho de cambiar de opinión o de formar una cuando lo vea necesario o le brinde la oportunidad la vida misma. Pero no es el qué sino el cómo lo que es cuestionable de Beyoncé. La cantante se ha puesto en el centro de una lucha interseccional en Estados Unidos en la que las víctimas reales de abusos machistas y racistas no la acompañan sino que orbitan a su alrededor. A través de la causa feminista y anti-racista, Beyoncé vende su disco, vende su película, vende su marca. Un día tienes en tu pantalla a la madre de Eric Garner sujetando acongojada la foto de su hijo muerto, el siguiente observas por la calle un póster de la nueva línea de moda deportiva de Beyoncé. La coincidencia comercial, como mínimo, es escalofriante.
Y eso es lo que la diferencia de Azealia Banks y el motivo por el que posiblemente nos encontramos ante una celebridad activista real. La celebridad activista, y no hablo de iconos tipo Nelson Mandela, sino de estrellas del cine o de la música que combinan relevancia entre las corrientes populares con un deseo irrefrenable de subvertir el sistema en el que estas navegan, no aprovecha un «zeitgeist» para vender un producto, por muy de acuerdo que estén con él a su vez, como evidentemente lo está Beyoncé. Al contrario, la celebridad activista real es el «zeitgeist», lo representa a través de su propia figura. Gente como Muhammad Ali o Eartha Kitt defendió sus creencias desde el principio a costa de sus propias carreras. Sus palabras, como las espetadas por Kitt en 1968 en contra de la guerra de Vietnam (ella se confrontó al mismo Gobierno de Estados Unidos), pasaron factura a sus trayectorias comerciales y de popularidad. ¿Exactamente qué está haciendo Beyoncé para subvertir el sistema? ¿No está, por el contrario, actuando a través de él, cuestionándolo pero sin intención de abolirlo? ¿No está, en definitiva, aprovechándose de un movimiento que han creado y pertenece, en realidad, a otros?
No es una pregunta que se pueda responder aquí ahora mismo, pero lo que creo que hace (o puede hacer) diferente a Azealia en relación a todas estas personas que alguna vez se pusieron al frente de un movimiento activista para dar voz a víctimas de ciertas actitudes abusivas e intolerantes como el machismo, el racismo y la homofobia, es que lo de Azealia no son solo cuatro reflexiones coherentes y una multitud de insultos escupidos en mitad de un subidón de cocaína. Lo que yo veo, o quiero ver, es que Banks defiende una causa transformándose en la esencia misma de aquello que denuncia, mostrando así una realidad que nos golpea a todos y a todas sin esperarlo. Su medio no es la música, desde luego, sino Twitter, pero su arma no son las palabras. Su arma es ella misma. Hay mucho riesgo en hacer esto, desde luego, lo hay más que en sacar una película tan hermosa, tan emotiva, pero efectivamente tan inofensiva como ‘Lemonade’. Azealia no muerde con dientes de leche, ella sangra y, de paso, dice unas cuantas verdades que cuanto más duelen, más inquietan y más ofenden, más verdades son. Y no, la verdad no es que Zayn sea un «perro peludo con aroma a curry» y que su madre sea una «sucia refugiada», la verdad es que para una gran parte de la sociedad, la que no habita en la fantasiosa élite de Hollywood, Zayn y su madre son unos musulmanes de mierda. No se me ocurre mejor forma de denunciar esto que lo que está haciendo Azealia. Es puro Sarah Kane: todo teatro, pero casi tan real como la vida misma.