Corría el 12 de marzo de 2020. Lady Gaga abría la preventa de su gira The Chromatica Ball, el que sería su sexto tour y que sucede a un Joanne World Tour en el que la artista no corrió gran suerte: buena parte de sus fechas en Europa tuvieron que ser reprogramadas (y muchas, posteriormente, canceladas) debido a los dolores ocasionados por la fibromialgia que padece. En este momento, la COVID es ya una amenaza más que evidente en Francia, pero nada nos hace presagiar que, en principio, este tour tendrá un destino parecido.
Y pese a que cinco días después (tres, en el caso de España) el gobierno francés decretará el confinamiento estricto de la población, nadie se imaginaba que este show tendría que celebrarse nada menos que 2 años después. Veinticuatro meses en los que los tenedores de entradas hemos tenido serias dudas de que el concierto fuera a producirse, pero que finalmente y tras una larga espera -y una falta de información un tanto sonrojante- recibíamos la confirmación de que Lady Gaga celebraría su Chromatica Ball en el lugar previsto, el Stade de France en los suburbios de París, ante 76.000 personas. Una vuelta a los grandes escenarios por todo lo alto en un tour algo menos ambicioso en cuestión de fechas (apenas una veintena) de lo que fue el Joanne World Tour pero que, por celebrarse en un estadio, todos esperábamos con ansia.
Una vez superadas las interminables colas de acceso al recinto y bajo un sol de justicia que amenazaba convertir el Stade de France en un horno, el escenario no solo parece demasiado pequeño, sino también… demasiado bajo. Por suerte, una plataforma central hace prever una parte del show más intimista (los que no hemos podido contener nuestras ganas y hemos consultado el setlist de los dos primeros conciertos en Alemania y Suecia ya sabemos de qué se trata). Y sin telonero (alguien tiene que explicarme esta decisión, ni un triste DJ para amenizar un poco las varias horas de espera) los asistentes esperan con agonía, algún que otro empujón y alguna que otra palabra más alta que otra la aparición de su ansiada diva en el escenario. Pero por supuesto, París sigue siendo París, y sus transportes obran la magia: las dos líneas de tren que llevan al estadio están colapsadas (de las líneas de metro ni hablamos) y sufren una interrupción de sus servicios. Al menos esa es la explicación que se nos da para justificar un retraso extra de 20 minutos hasta que, de una vez por todas, a las 21.20, las pantallas se enciendan y seamos testigos del primer vídeo introductorio.
Este es el primero de seis vídeos que servirán a la Germanotta de puente entre los diferentes momentos del show, y permitirán a la cantante ganar tiempo para cambiarse de ropa, de peinado y colocar a sus músicos y a su cuerpo de baile en donde tienen que estar en cada momento. Sin embargo, lo que debería dar consistencia al show termina por no servir del todo a su propósito. La columna vertebral de la narrativa es confusa, y no se llega a entender la idea de los estragos que la fama ha provocado en Lady Gaga, su bajada a los infiernos y su posterior renacimiento. De ahí que comience el show con un Preludio que contiene tres de los éxitos que la hicieron famosa allá por 2008 (‘Bad Romance’, ‘Just Dance’ y ‘Poker Face’) y cómo ha necesitado un tratamiento (precedido por segundo vídeo que da paso al primer acto, ‘La Operación’) para desquitarse.
Y es que los tres primeros hits con los que arranca el concierto sumen al estadio en una locura sin par. Gaga, que aparece sobre un escenario brutalista en un vestido rígido del que sus bailarines la van desprendiendo a medida que avanzan las tres primeras canciones, se mantiene prácticamente estática. No es hasta el primer acto, donde suenan ‘Alice’ (a la postre, de mis favoritas del disco), ‘Replay’ y ‘Monster’ donde vemos a la cantante neoyorquina bailar y cantar a la vez. No todo lo finamente que nos gustaría (algún pregrabado extra o incluso un coro no habría estado de más), pero lo suficiente como para pasar el examen.
Sigue el concierto con una ‘911’ reducida a la mínima expresión (¿por qué?) que se encadena con ‘Sour Candy’ y ‘Telephone’ que vuelve a sumir al estadio en una furia colectiva. Para este momento, los cañones de fuego han producido la misma cantidad de dióxido de carbono que el jet privado de Kylie Jenner, y desafortunadamente hoy no hace falta: seguimos asándonos de calor y la cantidad de gente es tal que nadie se atreve a moverse ni un centímetro para ir a buscar una botella de agua. Este segundo acto finaliza con ‘LoveGame’, que inexplicablemente aburre a algunos de sus fans más jóvenes.
Para el tercer acto sucede la magia. Vestida de dorado de arriba a abajo, como una suerte de líder de una secta, la Gaga encadena ‘Babylon’ con ‘Free Woman’, momento en el que baja del escenario y transita el largo espacio que lo separa de la plataforma central. Allí subida, es el momento de un emotivo discurso, seguido de una ‘Born This Way’ que comienza al piano y continúa con banda. Gaga, entonces, desaparece: es ahora, es aquí donde nos va a encandilar. Es el momento que -yo, al menos- he estado esperando desde que vi el setlist.
Y es que para el cuarto acto, la Germanotta aparece disfrazada de ¿bicho? morado, con sus antenas y todo, para interpretar ‘Shallow’ y ‘Always Remembered Us This Way’, para la que se retira su estrafalario sombrero, quizá agobiada por el calor húmedo de la noche parisina. Cualquiera pensaría que interpretar estas dos baladas vestida de semejante guisa sería contraproducente, pero lo cierto es que no. Es aquí, en realidad, donde Lady Gaga demuestra su verdadera pasta, donde conecta con un público al que no ha conseguido terminar de convencer del todo (quizá culpa de esos larguísimos vídeos que, en ocasiones seguidos de minutos en negro, ensombrecen en parte el ritmo del show).
Subida en la susodicha plataforma cuadrada, el derroche de talento y de savoir faire culmina con ‘The Edge of Glory’, ‘1000 Doves’ y ‘Fun Tonight’. Germanotta no elude aquí dirigirse directamente a su público, que aplaude a rabiar. Es este el principio del fin, que da paso a la traca final: ‘Stupid Love’ y ‘Rain on Me’ se alinean en un fin de fiesta catártico, convertidas ahora en las dos canciones que dan cierre al concierto, justo antes de que Gaga vuelva al escenario para -en una decisión artística ligeramente cuestionable-, dar por finiquitado el espectáculo con ‘Hold My Hand’, la canción compuesta para la banda sonora de ‘Top Gun: Maverick’. El número se salva gracias al apoyo de sus fans acérrimos y a las columnas de fuego que surgen por todos lados; pero me apena que este sea el fin cuando se quedan en el tintero ‘Plastic Doll’ o, sobre todo, ‘Sine from Above’.
En definitiva, y por mucho que me pese, el concierto no fue de diez. Quizá hayamos pagado el peaje de ser una de las primeras fechas, y el engranaje mejore a medida que se vaya engrasando. Pero contando con que el sonido no fue todo lo óptimo que esperábamos (mención especial a esa batería, que destacaba por encima de todos los demás instrumentos), que en algunas ocasiones se echaba de menos un coro extra y que el final careció de la grandiosidad necesaria (aunque volvió una vez más al escenario para despedirse, ya encendidas las luces del estadio y con el público corriendo para coger los últimos trenes), solo nos queda acogernos a lo básico: la realidad es que ‘The Chromatica Ball’ es mejor cuanto más se despoja de sus artificios, cuanto más se deshace de su parafernalia y nos muestra a una Lady Gaga más honesta, más vulnerable y más en su elemento, que es la música. A la Germanotta le gusta mostrar que sabe cantar, y eso se nota. Y que nadie me entienda mal: que los códigos clásicos de un concierto de una megadiva del pop no terminen de funcionar aquí no es sinónimo ninguno de la falta de talento o de carisma de la neoyorquina. Ponerte frente a un piano y cantar en directo a voz casi desnuda, consiguiendo callar a 75.000 personas y haciendo que algunas tengan que enjuagarse las lágrimas solo tiene un nombre: SUPERESTRELLA. 8.