Es una suerte que Adele no nos haya aburrido con un disco post-maternidad, recreado en la felicidad que ha encontrado con su bebé y con su nueva pareja. Ella misma dice en las entrevistas que ha querido evitarlo a toda costa, y con la excepción del tema final dedicado a su hijo, un ‘The Sweetest Devotion’ mucho menos edulcorado de lo que promete su título, se ha refugiado por el contrario en lo peor de su pasado, miedos no superados, relaciones sexuales frustrantes, fotografías de una niñez que entre fama y familia se le ha escapado de las manos; y también de su presente, como esos viejos amigos que no se atreven a saludarla por la calle porque piensan que el éxito se le ha subido a la cabeza. Con todo ello, Adele hace canciones. Si eres de los que esperaban de su tercer disco una especie de ‘Tusk’ (?) o una especie de ‘OK Computer’ (?), ’25’ no es un álbum para ti. Por el contrario, si eres de la escuela Bacharach, King, Newman… y sobre todas las cosas buscas canciones que te acompañen para siempre, más que un disco de moda que nadie recordará el mes que viene, posiblemente volverás sobre muchas de estas canciones unas cuantas veces. A menudo un tercer álbum sirve también para que nos demos cuenta de que un artista estaba infravalorado o de que no molaba tanto. Está claro cuál es el caso. A día de hoy es de necios negar que las composiciones de Adele perduran. Unas van, otras vienen, unas suben, otras decrecen, pero rara vez sobran o pasan desapercibidas. A cada paso que Adkins da, ‘Chasing Pavements’ suena menos triunfita y más Brill Building.
Con docenas de bandas jóvenes moviéndose por el underground estatal actual, resulta chocante que pocas, por no decir ninguna, se haya postulado para alcanzar un estatus más cómodo, con mayor repercusión. Con frecuencia se acusa a la vieja guardia del indie, bandas, sellos y fans, de ejercer un bloqueo ante nuevas propuestas, similar al que aquellas bandas sufrían por parte de los tótems de la post-Movida. Sin embargo, también sería sano hacer algo de autocrítica y señalar el hecho de que, al evidente freno que supone el contexto socioeconómico actual, tampoco se percibe una ambición rotunda por romper la dinámica minoritaria y querer abrazar a públicos mayoritarios. Por eso, resulta encomiable la actitud de una banda como Alborotador Gomasio, que declaran abiertamente su intención de abandonar el circuito indie. Hoy la escena indie necesita claramente un estímulo que haga romper con la dinámica derrotista de los últimos tiempos, y ‘Los excesos de los niños’ tiene el ímpetu y las canciones que hacen falta para ello. Siempre se ha “acusado” a JENESAISPOP de ser la SÚPER POP del indie (algo que no nos ofende en absoluto, por cierto). Si así fuera, Alborotador Gomasio serían protagonistas recurrentes de nuestra portada.
Con Dominique A este año hemos viajado a la minúscula isla danesa de Elleore (un microrreino de 0,015 km2 y unos 12 habitantes), al punto más meridional de la isla de Groenlandia, a Canadá, a la Rusia de Brézhnev y a la de Gorbáchov (‘Une Autre Vie’), a Nueva Zelanda, a los USA de la Gran Depresión (‘Oklahoma 1932’) y hasta a una imaginaria escena ante un paso de Semana Santa más propia de Fellini que de Berlanga. Esos lugares y tiempos inspiran fantasías poéticas en las que sitúa personajes extraviados, que anhelan amor o que se aferran al que tienen, por ingrato que sea, como único asidero vital; que idealizan parajes desconocidos o que otorgan voluntad y alma a elementos de la naturaleza; que rememoran el miedo del pasado desde un presente decepcionante. Todo ese bonito marco lírico se acompaña esta vez de composiciones sencillas y redondas, plenas de inmediatez, en el que es, a buen seguro, su disco más pop y clásico.
Zahara no mola más ahora porque se fije en los 80, meta un par de riffs con la furia de una PJ Harvey o porque siga demostrando que no tiene nada que envidiar a Tulsa en los momentos más descarnados («apenas me rozaste», dice en ‘El deshielo’, fantástica en su segunda mitad coral). Ni tampoco por las orquestaciones de ‘La Gracia’. Lo mejor de ‘Santa’, que se edita en una edición especial con disco extra, poemario y postales, es el retrato medio doloroso medio hedonista que se hace de la sensualidad. En sus letras, la artista puede caer en lugares comunes como recurrir al «frío» para hablar de soledad (aunque ‘El frío’ como melodía es bonita); o a frases de sonoridad un tanto rococó («recibo la hostia en la boca, aquella que no deja marca», canta en uno de los temas); pero en la mayoría de ocasiones logra salir airosa del desafío de hablar de sexo. «Tenías el sabor de todos los helados» dice en ‘El deshielo’, unas pistas antes de que el estribillo de ‘Oh, salvaje’ suene tan asfixiante como pretende («Oh, por favor, me cuesta respirar / Si vas a matar… este es un buen momento / Mátame ya… y llega hasta el final / ¡No puedo más!») y de que la religiosa ‘Inmaculada Decepción’ pase de decir «No era pecado besar sin conocernos / Era un milagro y nunca querrán reconocerlo» a «No era pecado follar sin conocernos / Era un milagro y nunca querrán reconocerlo».
Hay grupos que nada más escucharlos te teletransportan a parajes oníricos en los que nunca has estado, y después otros como los barceloneses The Suicide of Western Culture que no es que te lleven a ningún lado, sino que te abofetean en la cara desde el primer segundo deformando la cruda realidad que ves con tus propios ojos. Miquel Martínez y Juanjo Fernández, los dos hombres que realmente se esconden tras la capucha, lo han vuelto a hacer. Si bien su sorprendente debut puso sobre la mesa la unión de sus dos universos (lo industrial, capitaneado por Juanjo; y lo melódico, a cargo de Miquel) y su segundo disco limó lo que con anterioridad nos habían presentado, en este tercero que ahora nos ocupa abordan su idiosincrasia sonora desde una perspectiva menos claustrofóbica de la que nos tenían (mal) acostumbrados. Es el cierre de una trilogía, sí, pero vaya cierre.
Quizá por su procedencia académica, el aspecto técnico marca claramente la música de Herndon: el desafío a los límites convencionales de texturas sonoras, frecuencias y patrones rítmicos es su carta de presentación, partiendo de los logros que en los años del clicks and cuts realizaron y auparon a la primera línea a figuras como Matmos, Autechre o Herbert. Esto augura, en las primeras escuchas, que podemos estar ante un buen ladrillo musical para aquellos que no estamos especializados en música electrónica. Sin embargo, la gracia de esta pelirroja de apariencia frágil es que sabe imprimir un fuerte componente emocional a esas bases de apariencia gélida, inhumana. Holly Herndon logra en ‘Platform’ una insospechada puesta en común de elementos tan dispares como la crítica socioeconómica (o al menos, un cuestionamiento), la experimentación sonora (y visual: absolutamente todos sus vídeos son un complemento imprescindible a su obra), el arte y el pop, en una obra de múltiples capas y lecturas, que revela nuevos y sorprendentes detalles a cada escucha. ‘Platform’ es raramente bailable y difícilmente tarareable, pero también es una de las experiencias musicales más audaces y fascinantes que hemos escuchado en los últimos tiempos.
Desde el principio, Leon Bridges se ha preocupado de utilizar equipos vintage en las grabaciones para recrear los sonidos de los años 50 o 60, y no se ha cortado a la hora de cuidar su estética. Se comenta que una de las primeras conversaciones que tuvo con el productor Austin Jenkins, guitarrista de White Denim, fue precisamente sobre ropa; y a la vista de todos está a qué remite la portada de este disco. Pero Leon Bridges no se ha quedado en la superficie de seguir los patrones de un ‘Stand By Me’ -a ella recuerda, más que a Van Morrison, ‘Brown Skin Girl’- e incluso la pronunciación de estribillos como “Let me tell you, darling, Oooh ooh ooh, Ooh whoo-ooh” remiten a otra época. Como por supuesto sus vientos o los de ‘Better Man’, pero también el tipo de hipérboles usadas en composiciones como esta (“I’d swim the Mississippi river / If you would give me another start, girl”) o ‘River’ (“Been travelling these wide roads for so long / My heart’s been far from you / 10 000 miles gone”) y la deliciosa inquietud de ‘Smooth Sailin”. A Bridges quizá le falte haber sabido hacer un disco más original con un toque siglo XXI, más ácido en cuanto a lírica, pero como mímesis de lo que fue el sonido de una época, es increíble.
Simplificando mucho y a costa de Prefab Sprout, si ‘Kaputt’ era el ‘Steve McQueen’ de Destroyer, ‘Poison Season’ sería su ‘Jordan: The Comeback’. Un tour de force con el que demostrar que está más allá de su obra anterior, para confirmar su peso como compositor. Porque el pop ya no es suficiente; Bejar ha llevado su propuesta hasta el musical, el jazz y los standards, para poder explorar al máximo las capacidades expresivas de su voz (uno de sus objetivos con este disco, tal como explicaba en una reciente entrevista). Sin los coros que le daban el contrapunto en ‘Kaputt’, con mayor presencia (¡aún!) del saxofón y el apoyo de un quinteto de cuerda, Dan ha fabricado su propio musical, onírico y neblinoso, repleto de canciones líquidas que, lejos de contenerse, parecen desparramarse.
‘No me quiero enamorar’ es una demostración de lo que se puede hacer con un buen cúmulo de influencias bien entendidas en el camino a la consecución de tu propio sonido. Hay un poso claramente ochentero en estas composiciones, pero también de las bandas sonoras de los 60, lo yeyé, los girl-groups (con Elsa de Alfonso debería montar uno tras el buen resultado de ‘Mira su fuego’), Raffaella Carrá, Jean Michel Jarre y hasta Mari Trini o el retirado Carlo Coupé. Uno de los mayores exponentes de la variedad es la brillante ‘Obsesiones’, en la que el silbido que ejerce de gancho ni siquiera es lo mejor de la canción. Es que las estrofas las podría haber cantado Alaska en ‘La bola de cristal’ y el estribillo Marisol, mientras que su letra llena de manías es un retrato perfecto de los inadaptados (tema preferido en el underground de todos los tiempos). Este debut de Papaya se vinculará sobre todo a la moda del pop tropical, pero es muy reseñable que incluya desvergonzados guiños al hip-hop (‘Carne de carroña‘), ritmos de vals (‘No se dormirán’), temas tan oscuros como ‘El alimento del alma’ y texturas tan densas como las de ‘Ahumar’ sin que nada suene fuera de lugar.
Aunque es autobiográfico, ‘Garden of Delete’ no es un disco conceptual sino que, como todos los trabajos anteriores de Oneohtrix Point Never, encaja en el ángulo programático de la música tecno y en el concepto de música generativa de Brian Eno, evocadora de mundos inexistentes totalmente subjetivos para el oyente que existen libres de patrones convencionales. Sí contiene una historia de fondo complementaria, que es la de Ezra, un bloguero humanoide que entrevista a Lopatin en su blogspot, cuya publicación más antigua se remonta a 1994, y cuyo grupo favorito es Kaoss Edge, una banda ficticia de “hypergrunge” que tiene hasta página web oficial. El género “hypergrunge”, de nuevo, es inventado, pero curiosamente pocos existen en la actualidad que definan de manera más acertada lo que ocurre en ‘Garden of Delete’. Es este un ejercicio de dicotomías. La fundamental es la combinación de belleza y horror, de paisajes reconfortantes secuenciados tras otros terroríficos. ‘Child of Rage’ es una composición bellísima, probablemente la que, por sonido, más debe a las investigaciones estéticas del disco anterior, mientras ‘SDFK’ empieza como una hermosa contemplación ambiental para convertirse en una canción de Slayer. ‘I Bite Through It‘ es visceral y reconfortante dependiendo del momento. ‘Mutant Standard’ iba a titular el álbum porque parece su génesis, una composición esquizofrénica que su autor sacude implacablemente a su antojo entre la tensión y la relajación. Como el resto del largo, no da tregua.
‘Hondo’ se siente como un viaje de descubrimiento. Sole Parody explicaba en una reciente entrevista que en este disco pretendía realizar una exploración del cante jondo, del folklore, del “Sur del sur”; buscar las conexiones obviadas en nuestra música con África y el Oriente Próximo (previamente, hace dos años, nos había adelantado que jugaría con sonidos de Bollywood y Marruecos). Ella, declara, aspira a crear “techno-flamenco’, pero su música se escapa de etiquetas. Sole se ha sumergido, pues, en el sur y ha emergido con una obra que remite al flamenco, sí, pero a mucho más. Ha dejado atrás gran parte de lo aparecido en ‘Cásala’ (el ukelele, el aire de película imaginaria) y de la “folktrónica” ha pasado al mundo. Aquí recuerda a Lido Pimienta, por su afán de filtrar las tendencias a través del folclore de su país y a Rita Indiana, no tanto en lo estilístico, sino en la voluntad de trascender usando los géneros más populares para hablar de política, feminismo y lucha, pero sin abandonar el aliento poético. Así, ha conseguido un disco telúrico, profundo y denso. Más elaborado, más rítmico, enormemente físico. ‘Hondo’ pide ser bailado mientras se gritan sus letras. Pero también reclama una escucha atenta.
Escuchando los dos adelantos de ‘Viet Cong’, álbum de debut homómino de este cuarteto de Calgary que cuenta con dos ex miembros de los malogrados Women en sus filas, parece imposible no acordarse de la vibración, la energía de los primeros Interpol, esa que echamos de menos hoy. Estos avances, aunque acertados puesto que son claramente lo que más fácilmente recuerda uno tras las primeras escuchas del disco, pueden llevar a cierto engaño. Hay mucho más, aún más oscuro y malencarado, en las otras cinco canciones que conforman este disco. Tras varios aciertos más marcianos y sofocantes, se reservan el golpe definitivo para el cierre del álbum: ‘Death’ es una especie de suite post-punk que en sus distintos movimientos nos lleva por paisajes no ya delicados pero sí melancólicos, conduciéndonos hasta una brutal catarsis (no alcanza las barbaridades de Michael Gira y sus Swans, pero lo intentan con ganas), a la que sigue un desenlace vibrante, casi bailable. Sus 11 minutos son el perfecto final para ‘Viet Cong’, puesto que representa la estimulante paradoja de un disco que es a la vez abrasivo y acogedor.
El dúo formado por Manuel González Molinier y Saray Botella no le hace ascos a ningún estilo y lo mismo le dan a la canción pop española de los 70 (‘Odiar‘) que al pop-rock con retazos de Americana (‘Hushpuppy’, ‘Tanatorios’) que al pop casado con el jazz (‘Arte y ensayo’) o incluso la bossa (‘Cómo funciona un corazón’). Ellos dicen que su estilo es «disperso» pero todos los palos que tocan los tocan bien y eso es lo que da cohesión a esta nueva colección de canciones editada por El Genio Equivocado. Destacan la balada ‘Amor bomba’, de preciosa melodía y espléndido desarrollo hacia la distorsión guitarrera en la que Molinier promete a su amada «tantos bebés que no los puedas ni contar / y un perrito salchicha y vacaciones en el mar»; y el espectacular retrato existencialista de ‘El cielo protestó’, ya una de sus mejores canciones.
Aparte de la alegría inicial, las reuniones de bandas míticas suelen provocar sudores fríos. ¿Han vuelto por la pasta? ¿Sonarán a patética fotocopia esclerotizada de sus mejores logros? No les habrá dado por “renovar” su sonido, ¿no? Sleater-Kinney van por faena y te patean las dudas en un santiamén, porque su regreso es de los que dinamitan miedos y elevan espíritus. ‘No Cities to Love’ es un misil de diez canciones y apenas 32 minutos directo al hipotálamo. Si ‘The Woods’ se adentraba en terrenos pantanosos y casi hard-rockeros, este disco es un retorno a postulados más punks. Menos denso, más directo, el trío aligera la forma, no el fondo. Las canciones son más inmediatas, tan fieras como siempre y quizás aún más adictivas, pero según sus reglas. Porque aunque el disco esté plagado de arrebatadores riffs de guitarra de factura punk-funk y melodías secuestra-neuronas, Sleater Kinney no han querido ofrecer himnos obvios para bailar en discotecas indies. Se escapan de lo fácil para construir recios monumentos que rehúyen los caminos más trillados a base de crispar las estructuras, tentarte con estribillos- caramelos que tardan en reaparecer o golpearte con ellos hasta asfixiarte, mientras la voz de Corin Tucker se eleva desafiante sobre la sección rítmica de acero y esos coros guerreros marca de la casa. No dan respiro, no toman prisioneros.
«Qué bonito», comentaba La Bien Querida en nuestro obituario de Enrique Morente. Pero lo bonito de verdad es que Ana y otros compositores de este disco hayan sabido retomar el legado de la familia, no sólo sus raíces flamencas -aquí expuesta en ‘Dama errante’ y en la totalidad de los temas de una forma o de otra- sino su amplitud de miras para ofrecer un disco rico, variado y singular, digno de celebrar por todo tipo de públicos. De la cómica ‘Vampiro’ a la atemporal ‘La nochecita sanjuanera’ -su ‘La fuerza del destino’ particular-, ‘Tendrá que haber un camino’ es un ordenado festín de palmas, cuerdas exóticas, guitarras progresivas y sobre todo melodías memorables. ¿Qué mejor cierre que ese ‘Todavía’ que referencia al «Todavía no», con el que Enrique aconsejó a una Soleá Morente adolescente que aún no se dedicase a la música? Ahora sí que ha llegado el momento, ahora sí que hay un camino.
HEALTH siguen sonando atronadores (ahí está ‘Courtship II’), oscuramente imponentes (con piezas como ‘Victim’ no sabemos aún por qué nadie les ha encargado poner música a un filme gore de los que a ellos tanto les pirra) y con una contundencia sonora sobrehumana. No obstante, lejos de entregarnos otra obra más de ruido extremo con baterías híper musculadas y guitarras embestidas, la banda en esta ocasión ha querido barnizar sus nuevas canciones de un halo mucho más accesible alejando de las tinieblas la voz de su líder, John Famiglietti, al que por fin podemos entender qué nos canta. Jamás, ni en nuestros mejores sueños, hubiésemos llegado a imaginar que podrían llegar a sonar a los Pet Shop Boys, pero eso mismo es lo que ocurre en esa ‘Dark Enough’ que por méritos propios se cuela entre los mejores temas sintéticos del año junto a la muy depechera ‘Stonefist’ o esa ‘Life’ en la que nos ponen en bandeja uno de los estribillos más pegajosos de la temporada.
Que ‘Communion’ no sea carne de Mercury Prize o que incluso desluzca frente a otros debuts de pop más cohesionados como el de -los ahora en declive- Hurts o Disclosure, no significa que podamos ignorar su gran arsenal de grandes canciones. ‘King’ y ‘Take Shelter’ mantienen un duro pulso por alzarse con el título de mejor composición del disco, y su ritmo presto para el perreo se repite con sutileza en ‘Real’, que resulta notable allanando el terreno para el desarrollo del disco. ‘Shine’ es un gran «grower», ‘Without’, una balada de admiración hacia alguien inalcanzable que suena a Michael Jackson (como ‘Eyes Shut’) remezclado por AlunaGeorge, cuyas torsiones vocales también son una referencia en otras dos de las joyas perdidas del álbum: esa ‘Worship’ que no era uno de los cinco singles oficiales pero que lo habría merecido por representar al grupo perfectamente, puesto que contiene elementos R&B, synth-pop y tropicales, todos al servicio de otra melodía deliciosa; y la pegajosa ‘Desire’, que no alcanzó el éxito de ‘King’ pero debería.
Ya hace años que andan demostrando su poderío latino por medio mundo (no es de extrañar que hayan actuado en festivales indispensables como Glastonbury, Coachella o el SXSW de Texas, entre muchísimos otros), pero este ‘Amanecer’ les ha catapultado definitivamente, al fin, como una de las bandas más interesantes, creativas y originales que ha dado Latinoamérica. Los colombianos Bomba Estéreo son como una esponja, absorben todo el folclore musical de su Colombia natal y lo revisten de una personalidad electrónica exquisita y la mar de contemporánea. Y ahí está la gracia de su propuesta, ya que aunque se valgan de la cumbia, la champeta o la salsa (unos géneros que llevan en su ADN por razones más que obvias), sus canciones son de un pegajoso y una efectividad que asusta. Buena parte de culpa la tiene esa Celia Cruz del siglo XXI llamada Liliana Saumet, que para esta ocasión explota su yo más frágil y emotivo, por ejemplo, en esa preciosa ‘Algo Está Cambiando’ en la que la banda demuestra que más allá de su vertiente hedonista también puede firmar piezas más downtempo sin perder un ápice de su frescura.
A través de la pseudo reinvención orgánica, Miguel ofrece en ‘Wildheart’ varias de las mejores canciones de su carrera, como la deliciosa ‘NWA‘ (“niggas with attitude”), en la que conjuga amables lametazos guitarreros, melodías vocales muy Michael Jackson y esqueléticas percusiones en evocación del mejor D’Angelo, o la fantástica ‘waves’, todo un chute de euforia y calor solar al servicio del Miguel más sabrosón. Otras destacadas eran ‘coffee’ o ‘what’s normal anyway’, y si Miguel no da con canción mejor en ‘FLESH’ (que está muy bien), por lo menos sí ofrece un falsete tan sexy como la portada de ‘coffee’ o más. El disco, aparte de melodías, textura, dimensión e intimismo, está lleno de grandes momentos. R&B de nivel.
Da igual los años que pasen que siempre seguirán maravillando los inescrutables caminos del pop. Allá por julio, Scotter Brown, mánager de Carly Rae Jepsen, declaraba al New York Times que el objetivo de ésta con ‘E•MO•TION’ era quitarse de encima la sombra de one hit wonder de una vez por todas: querían un disco, no sólo un single. La tarea no era fácil, porque ‘Call Me Maybe’ es probablemente uno de los mayores éxitos pop de la década. Una especie de ‘Wannabe’ que absolutamente todo el mundo conoce y del que, por mucho que se quiera, no se puede escapar. Lo curioso de ‘E•MO•TION’ es que, sí, se ha conseguido un disco muy notable pero, lejos de la intención original, la cantidad ingente de singles es apabullante. Una auténtica fiesta pop apta para todos los públicos que, sirviéndose de todos los trucos y tics del mejor synth-pop de los 80, logran convertir a Jepsen en una especie de mezcla de Madonna, Whitney Houston y Belinda Carlisle.
Cinco años han pasado desde que los hermanos químicos editaran aquel ‘Further‘, su último álbum de estudio (siempre y cuando no se contabilice la banda sonora que compusieron en 2011 para el filme ‘Hanna’). Y, desde entonces, durante su ausencia, el panorama electrónico se ha colapsado de vividores de la EDM y demás caraduras que se las dan de estrella sin ser ellos en realidad nada de eso. Por ese motivo resulta de lo más aplaudible que Tom Rowlands y Ed Simons, en lugar de seguir ninguna corriente ni moda, vayan por libre únicamente referenciando a unos grandes: ellos mismos. Entre pelotazos y sorpresas como Beck en ‘Wide Open‘, un tema tan precioso, neworderiano, delicado y capaz de ponerte los pelos como escarpias, ‘Born In The Echoes’ ofrece tantas cosas en menos de una hora que cualquiera encontrará su highlight particular. Aquellos que afirmaban que ya no son lo que eran, que se lo hagan mirar después de hincar el diente a estos sólidos temas.
Damnificados por la separación de Antònia Font, ¡no decaigamos! ¡Nos quedan los discos de Joan Miquel Oliver! Y si nos continúa ofreciendo tanta cantidad de cariño, nuestro pesar se mitigará. Porque los tres discos de Oliver en solitario son, efectivamente, espléndidos… pero espaciados. Quizás el peso de la banda dejaba pocos resquicios a su obra en solitario. También les faltaba algo de la exuberancia del grupo; los textos y las melodías fantásticas estaban presentes, claro, pero su senda introspectiva pedía cierta melancolía sónica. ‘Pegasus’ no es una excepción, pero creemos que, como aquí, nunca había brillado tanto el universo de Oliver fuera de Antònia Font. Este brillo, además, no sólo emana de sus canciones, magníficas, sino del sonido y de la ejecución. Aunque Joan Miquel sea aquí el increíble hombre orquesta (no solo canta y compone, sino que además lo toca todo) y mantenga la simplicidad de ‘Bombón mallorquí’, logra sonar mucho más lleno, rico; más cercano al regocijo de ‘Surfistes a càmera lenta’. Atención a los tres temas finales donde el esplendor compositivo de Joan Miquel se hace incuestionable.
Al margen de su innegable magnetismo estético, que les hace parecer una especie de anti-boy band, es difícil precisar cuál es la clave que diferencia a Pxxr Gvng de otros competidores. No son (ni quieren serlo) los mejores poetas, ni tampoco los más pulcros ni comprometidos. Siempre en los límites del sexismo (aunque son las ratchets las que les buscan a ellos, ojo), sus topics se centran en ponerse hasta el ojete de todo, follar aún más (con o sin amor), en ser más malos y auténticos que los demás (un clásico), y conseguir toda la panoja que les sea posible (antes, trapicheando; ahora, por medio de la música) “para quemarlo” y compartirlo con los suyos. Sin embargo, como por arte de magia, deslumbran y enganchan, usando un ágil, atractivo, léxico policultural en temas realmente magnéticos, con versos certeros que ni sermonean ni adoctrinan, simplemente muestran su realidad, por fea que pueda resultar a veces. Una actitud fresca, irreverente, desafiante y hasta divertida (el abuso del autotune es casi paródico). Por todo eso, “las yiyis mueven el chocho con los 808”, como cantan en una cachonda ‘Cigala‘ que sitúa al cantaor como héroe, más por su capacidad para festejar que por su cante.
‘Mutant’ cuenta hasta 20 pistas que, aunque breves en duración, han sido esculpidas al máximo detalle. Imposible de ignorar es, en este sentido, el tema que titula el álbum, un corte, como su misma cubierta, de hecho, lleno de protuberancias pero también de paisajes que explotan, desaparecen, se evaporan, y de capas que fluyen y se entrelazan con total gracilidad, formando estructuras ingrávidas por un lado y volcánicas por otro, que desembocan en una coda de coros hermosos y melodías celestiales, tan increíble de oír como suena. No extraña que sea el tema que da título al disco, como tampoco que sea la de Arca la cara de la criatura que aparece en la portada. A rasgos generales, las 20 pistas de ‘Mutant’ ofrecen ideas similares pero los resultados no podrían ser más variados. Pero su gran triunfo quizá sea el hecho de que, en su hora exacta de duración, apenas dé tregua u ofrezca momentos olvidables. Solo unos pocos cortes aquí, como ‘Beacon’ o ‘Extent’, contarían como relleno por desplegarse sin dejar marca, pero incluso momentos menores como ‘Gratitud’, poco más que una melodía de harpiscordio, merecen la pena o tienen algo interesante que decir, algo que solo puede explicarse con que ‘Mutant’ es el trabajo de un artista que se encuentra claramente en su momento de mayor efervescencia creativa. Si ‘Xen’ ya nos convenció, ‘Mutant’ es el golpe sobre la mesa que lo confirma como uno de los más elocuentes vanguardistas de la electrónica experimental actual.
Florence ha publicado disco como resultado de un colapso emocional. Durante el año sabático que separó el final de la extensa gira de presentación de ‘Ceremonials‘ del génesis de ‘How Big, How Blue, How Beautiful’, Welch aseguraba en una entrevista el pasado mes de febrero haberse sentido infeliz y “como cayendo en espiral”, a lo que influyó enormemente, y tal como ella confesaba, su “irregular relación” con la bebida. “Fue una época caótica”, concluía. En ‘How Big, How Blue, How Beautiful’, producido en su mayor parte por Markus Dravs, Welch y su banda The Machine exorcizan esos demonios al mismo tiempo que reinventan su sonido en un disco, de nuevo, pomposo pero no excesivo y dotado a su vez de necesarios momentos de introspección, algunos de los cuales se encuentran ya entre lo mejor de su carrera.
Tras su colaboración con Daft Punk, Noah Lennox, más conocido como Panda Bear, se propuso hacer un disco que tuviera “el sabor de las cosas que no duran mucho tiempo”, inspirado por una de las pistas destacadas de ‘Random Access Memories‘, ‘Touch’ con Paul Williams. Lennox asegura que es un tema “donde siempre ocurre algo nuevo y que constantemente presenta nuevos lugares a donde la música puede ir”. ‘Panda Bear Meets the Grim Reaper’, quinto disco de estudio del miembro de Animal Collective, es efectivamente un trabajo impredecible y efervescente, un viaje que empieza en el cielo para dejarnos con los pies en la tierra y, sí, el álbum más pop de Lennox hasta la fecha. ¿Alguien esperaba otra cosa?
Un halo artesanal y familiar rodea este álbum: artesanal porque además de contener diez canciones lentamente destiladas en el período 2006-2012 (recordemos que Forster siempre dijo que si escribe tres buenas canciones en un año ese es «un gran año»), está grabado con amor y tecnología completamente analógica en el Wild Mountain Sound Studio de Mount Nebo (Australia). Por cierto, coproducido por dos jóvenes miembros del grupo The John Steel Singers (fascinante momento de la historia éste en el que los veteranos recurren a músicos más jóvenes para recuperar sonidos orgánicos). Y familiar porque es el disco en el que más ha involucrado a su familia, desde esa preciosa portada con foto de Loretta Forster (su hija de catorce años) o la guitarra invitada de su hijo Louis (atención a su muy prometedor grupo The Goon Saxes) hasta -muy especialmente- la participación de su mujer, Karin Bäumler, a cargo de voces y violín. Así pues, con esos nuevos aliados de dentro y fuera de casa, y con tiempo para pulir y descartar, Forster ha creado algo extraordinario, diez canciones llenas de hallazgos temáticos, melódicos, musicales. Esa es en realidad la gran noticia una vez descrito el recubrimiento: la musa de Robert Forster resplandece con más fuerza y más claridad que nunca.
Lo que siempre distinguió a Madonna de otras cantantes pop es que sus mejores obras llegaron cuando corrió riesgos y se desmarcó de lo cómodo o lo previsible, acercándose a artistas y creadores rompedores que le hacían ir un paso por delante. ‘Rebel Heart’ es otro de esos discos, no original ni rompedor, pero que fagocita a la perfección las últimas tendencias (e incluso las próximas) para modelarlas a su conveniencia. Como ella misma ha mostrado antes, el simple hecho de contar con un superequipo de productores y compositores (en este caso, creadores de hits del prestigio de Toby Gad, MoZella o Ariel Rechtshaid) no garantiza el éxito. No es tan sencillo, y las pruebas están en los últimos patinazos discográficos de la propia artista. Pero ‘Rebel Heart’ brilla, sobre todo, gracias a que toda esa pléyade de talento está claramente al servicio del lucimiento de Madonna sin que por ello pierda su carácter y personalidad. Es innegable que con este disco la Reina del Pop recupera claramente crédito artístico y se gana el respeto y la reverencia que parecían tan difíciles de recuperar.
El cliché de artista atormentado, puteado por mil y una circunstancias de la vida y víctima de conductas autodestructivas que derivan en abuso de sustancias, siempre ha sido sinónimo de autenticidad. Parece que respetamos más a un autor cuanto más drama hay en su vida sin caer en la cuenta de que el talento para escribir una canción como ‘Marz’ no puede venir sólo del alcohol. Personas con problemas con la bebida hay muchas, autores de temas como ‘Sigourney Weaver‘, pocos. ‘Grey Tickles, Black Pressure’ confirma un poco esta teoría. John Grant, que se ajustaba como un guante al cliché de autor torturado y que ahora vive felizmente en Islandia con pareja estable desde hace dos años, ha entregado uno de sus mejores álbumes. Un álbum de letras epatantes, honestas y llenas de humor, que en lo musical conjugan adecuadamente al Grant más clásico y al más experimental.
Courtney Barnett ha confirmado este año que tiene talento con la guitarra y lo tiene también con la pluma. Leer estas letras ha sido un placer absoluto, suficiente en sí mismo: son textos que parecen microrrelatos, o páginas del diario de alguien con el poder de hacer de los detalles cotidianos algo fascinante, melancólico o hilarante. Y sin embargo lo primero que engancha de Courtney Barnett es su sonido, que se podría resumir al oír el primer single de este disco (‘Pedestrian At Best’) como “Sheryl Crow cantando ‘Connection’ de Elastica”. Pero se trata de un reduccionismo injusto: es cierto que la zurda australiana borda ese estilo vocal que surfea entre la melodía y el recitado crowiano, pero con tan puntiagudas letras recuerda también al Dylan de ‘Subterranean Homesick Blues’, cambiando el surrealismo por realismo “slacker”. Además su voz es de las que las multinacionales se habrían pegado por tener en su catálogo hace una década y media. Y en cuanto a la música, es indudable que el predominio guitarrero (‘Dead Fox’, ‘Nobody Really Cares If You Don’t Go To The Party’) tiene muchísimo gancho, aferrado a una fórmula de garage-rock sencilla pero eficiente. Y encima hay más matices de lo que parece: detalles de inexactitud exacta a lo Pavement, guitar-pop a lo Triffids o a lo Lemonheads (no hay más que escuchar la melodía de esa seductora ‘Debbie Downer’), guitarrazos de grunge-pop o hasta un cierto contoneo a lo Rolling Stones (‘Elevator Operator’, ‘An Illustration Of Loneliness’).
‘Daughter of the Sea’ es el disco del año para Carlos Úbeda
Más de una vez te habrás encontrado con esa canción al final de un disco. Incluso puede que, en la época en la que eso tenía sentido, esa canción estuviera separada del resto por un silencio prolongado. Quizás esperando sorprenderte cuando ya creías que ya no quedaban más temas por sonar o quizás como disculpa por la diferencia de acabado, como justificando un bonito apéndice aparte de todo. Salvando las diferencias estilísticas, así es la música de House Of Wolves. Cada tema es esa última canción del disco, la que parece haberse grabado a deshoras en el estudio, sin los micrófonos colocados. Así fue ya en ‘Fold in the Wind‘ -su inolvidable debut primero autoeditado (2011) y luego publicado por Moonpalace (2012) y por Fargo (2013)- y así sigue siendo en ‘Daughter Of The Sea’ ({Dusk, Dais, Dawn}, 2015). Rey Villalobos, la única persona tras el nombre de House Of Wolves, da bastante importancia al hecho de haberse desplazado de Los Angeles a la costa irlandesa para grabar estas canciones junto al productor Darragh Nolan pero la influencia es prácticamente imperceptible. Los ocho temas de ‘Daughter Of The Sea’ transitan los mismos senderos ya recorridos en el anterior trabajo, afianzando su muy particular estilo compuesto a partir de canciones intensas y pequeñas, en voz baja, como rodadas a cámara lenta. Quizá esta última colección no tenga temas del atractivo inmediato de ‘Acres of Fire’ o ’50’s’ -que eran casi hits- pero, a cambio, ofrece mayor unidad y un nivel medio superior.
‘Chaleur humaine’ es el mejor disco de los últimos dos años para Sebas E. Alonso.
Sólo su origen francés impide a Christine llegar más lejos que Lorde, pues el número de canciones sobresalientes que ha sido capaz de incluir en este formidable debut es apabullante. La adaptación ‘Paradis perdus’ de Christophe y Jean Michel Jarre, añadiendo un estribillo de Kanye West (‘Heartless’, aquí muy mejorado sin la sobredosis de Autotune) es el examen perfecto para que Christine se luzca y pruebe que está por encima de la influencia del R&B, el hip-hop, la música africana, el pop ochentero más exquisito o cualquier otra. Podemos ver de manera más diáfana imposible a una joven artista que deslumbra con su personaje transgénero tanto como un Ziggy Stardust, haciéndonos suspirar por averiguar cuál podría será su próxima encarnación. ¿Será capaz de ofrecer algo completamente diferente? ¿Y queremos que lo haga?
Inspirado en el sonido de la Costa Fleming (bautizado así en honor a la zona de copas y crapulismo diverso que en aquellos años estaba en boga en Madrid, congregando al famoseo y la farándula), y las producciones musicales que en esa misma década facturaban músicos ilustres como Augusto Algueró, Alfonso Santisteban o Rafael Trabucchelli, que emulaba el sonido Philadelphia pero adaptándolo al gusto y la tradición españolas, ‘Lo malo que nos pasa’ presume de una intachable unidad sonora pero también es un disco variado. Sin renunciar a su estilo más prototípico, Fernández lo borda en su faceta más recurrente en ‘Vacaciones en Grecia’ (divertido cuento urbanita) o ‘Capitán Negrito’ (emotivo recuerdo de su amistad con el añorado Sergio Algora). En la confluencia de todos estos caminos se sitúa la canción que da nombre al álbum. En ella no se limita a evocar, con teclados, coros y guitarra española, una banda sonora de un film costumbrista protagonizado por José Luis López Vázquez (o Alfredo Landa o Fernan-Gómez…), no. Directamente, nos hace ver la película en 4 minutos y 31 segundos. Es la mayor, que no la única, joya de un disco completo y rico de un artista que, desde la humildad y la honestidad, se está labrando una de las carreras más respetables y convincentes de su generación.
Como ya lograran en el disco anterior, en el que colaboraron con Ana Matronic de Scissor Sisters, New Order se muestran fieles a sí mismos, pero abiertos a colaborar con los artistas a los que obviamente han influido. El disco se cierra con la luminosa ‘Superheated’ (vibrante y muy New Order ese “We are so different, yet we’re the same”), la tercera gran composición del largo, bajo los mandos de Stuart Price, una de esas canciones que te congratulan con el mundo y que cierra un círculo: justo cuando pensabas que sería perfecta para que la versionaran los Killers, aparece el amigo Brandon Flowers cantando (y The Killers recibían su nombre del vídeo de ‘Crystal’ de New Order). Claro, con razón los de Mute estaban tan contentos cuando firmaron con ellos. En aquel momento no se entendía nada. No venderán un millón, pero el mítico sello ha terminado editando un buen disco de New Order. Qué ilusión, ¿verdad?
El esqueleto sonoro que vertebra los temas de ‘Another Eternity’ se mantiene intacto respecto a su puesta de largo. Sin embargo, para esta ocasión el dúo ha arrojado algo más de luz e inmediatez a sus temas (ahí está esa ‘Begin Again’ que muestra retazos de EDM y se postula como una hermana postiza del ‘Sad Eyes’ de Crystal Castles), y en gran medida ha cambiado el minimalismo sonoro de su debut por una producción mucho más robusta y agresiva que ahora hasta se puede bailar (‘Heartsight’ y ‘Bodyache’ pueden dar fe de esto último). Llamémosle hedonismo apocalíptico. Aprovechándose de la buena salud de la música trap (‘Stranger Than Earth’ con esos bajos que te atraviesan desde la primera escucha) o valiéndose del r&b de nuevo cuño en sus medios tiempos (AlunaGeorge no le hubieran hecho ascos a ‘Repetition’), Purity Ring han vuelto a ofrecer un álbum de lo más sólido y actual que, muy probablemente, volverá a ser una influencia vital para sus competidores directos.
No encontramos en ‘Depression Cherry’ un salto como el dado entre ‘Beach House’ y ‘Devotion’, entre ‘Devotion’ y ‘Teen Dream’, entre ‘Teen Dream’ y ‘Bloom’, pero sí les mantiene como uno de los grupos esenciales de nuestra década. ‘Depression Cherry’ sí ha resultado ser otro álbum al que merece la pena dedicar tiempo y paciencia, esa cosa de la que en 2015 el público parece carecer. Los discos de Beach House no prescinden de las bases del pop ni en cuanto a duración ni en cuanto a experimentación, pero las escuchas van revelando ganchos justo donde creías que no los había. No hablamos de dar una cuarta o quinta escucha: casi todas las canciones editadas por todo artista mejoran en ese punto. Hablamos de que las de Beach House te asaltan semanas después, cuando, donde y de la manera que menos esperabas. Con el tiempo, ‘Beyond Love’ pasa de sonar como una canción reiterativa con respecto a su discografía, casi holgazana y aburrida, a confirmarse como otra auténtica maravilla en la que sumergirse, adictiva en su poética repetición del título y de los «We really wanna know / We really do agree» o en la revelación cristalina de su temática en el bonito final: «All I know’s what I see / and I can’t live without this / could you ever believe beyond love / I really wanna know».
‘Have You In My Wilderness’ es el disco del año para Jaime Cristóbal
Julia Holter es una interesantísima cantante y compositora de pop historiado y preciosista, desde su debut en el no muy lejano año 2011. El único defecto que se le podía achacar era un excesivo uso de arreglos, lo que, sumado a un afán por escapar de lo convencional algo desmedido, daba lugar a discos subyugantes pero un poquito farragosos. Sin embargo, Julia ha evolucionado de una manera fantástica y en este ‘Have You in My Wilderness’ se ha despojado de lastre, ha rebajado los elementos más plúmbeos de su música y ha ganado en frescura. Y con ello ha alcanzado una ligereza pop exquisita, sin renunciar a su carácter literario ni a los elementos oníricos. En un ejemplar equilibrio entre accesibilidad y riesgo, las canciones de este disco salen a la luz de manera espléndida y conquistan el cerebro de manera sosegada pero incondicional. Y no sólo las canciones; también hay que destacar la atmósfera que respira, una peculiar cualidad brumosa que realza en vez de empañar el brillo de sus temas.
‘Black Messiah’ es el disco del año para JB
Cuando termina ‘Black Messiah’ a uno le empiezan a salir nombres en la cabeza… junto a la sensación de que es este un disco casi inabarcable en todos sus matices. El nombre de Prince es probablemente la influencia más accesible y más inmediata. De hecho, este es el álbum que debería haber publicado el de Minneapolis hace mucho tiempo. Pero obviamente a este álbum se le nota su recorrido. En cada escucha se descubren nuevos detalles, se puede apreciar cada uno de los remates que han sido cuidadosamente ejecutados con los años. Todo parece encajar perfectamente, desde el principio agitado hasta ese final épico. Nada parece sobrar. Es esta, por tanto, una obra de orfebrería, un recorrido maravilloso por toda la historia de la música negra, pero también un acto que se antoja natural y necesario. 15 años no son nada cuando uno se enfrenta a una obra que lleva escrita la palabra clásico en cada uno de sus cortes. Pocas veces nos encontramos con un disco tan claramente memorable como este, que tiene tantas opciones de convertirse una vez más en un punto de inflexión en la carrera de un artista, en una referencia de todo un género y en un ejercicio destinado a ser en el que otros artistas tengan que mirarse (saludos a Justin Timberlake). Ahora solo falta que Lauryn Hill nos sorprenda un día de estos y que su espera también haya valido la pena.
‘Divers’ es el disco más caro de Newsom hasta la fecha. Aparte de que la producción es espléndida, de una gran nitidez especialmente en la voz, la cantidad de instrumentos acreditados es de locos. De lo más normal como arpas, pianos, acordeones, trombones y clavicordios pasamos a buzukis, bağlamas, marxófonos, sierras o hasta sintetizadores analógicos como el melotrón, el Minimoog o una guitaret (!). Pero ‘Divers’ es también su disco más corto, lo que lo convierte en una especie de híbrido de todos sus discos anteriores: tiene la forma del primero, la ambición conceptual del segundo y la variedad instrumental del tercero. Es, en pocas palabras, su trabajo más compacto y completo. Y su mayor triunfo es que logra presentarnos ahora a una Newsom menos obtusa que antes y, por lo tanto, más digerible para oídos no acostumbrados.
‘Fear Fun‘ fue una brillante primera muestra de lo que Josh Tillman había guardado dentro de sí durante años. Antes, había construido una melancólica y taciturna fachada en siete álbumes firmados bajo su nombre propio, a la par que ganaba repercusión como batería de Fleet Foxes. “Cansado de ser J.”, como decía en ‘Every Man Needs A Companion’, Tillman precisó de un personaje, Father John Misty, para canalizar y mostrar todo el desparpajo, sentido del humor, frescura y sensualidad que albergaba soterrados. Lejos de titubear o echarse atrás, Tillman ha agrandado la figura de Misty con actuaciones en las que daba muestra de todo su magnetismo y carisma. Esa evolución toma forma en ‘I Love You, Honeybear’, un segundo álbum que lleva aún más lejos esta personificación. Pese a enfundarse esta máscara para crecer como artista, Tillman dedica todo este álbum a narrar muy explícitamente su relación con su esposa, la fotógrafa y directora de cine Emma Elizabeth Tillman. Contando con el beneplácito de esta, el norteamericano crea un relato casi cronológico de su historia de amor y cómo esta le afectó en lo personal y en lo creativo. De nuevo junto al magnífico Jonathan Wilson en la producción y dejando cada vez más de lado sus facetas folk y country, Tillman crea un heterodoxo muro de sonido con coros, arreglos orquestales, mariachi, jazz, soul, rhythm and blues y hasta algún ramalazo electrónico ocasional. Un conjunto de fabulosas canciones que, aunque no esconde la herencia de Harry Nilsson, Scott Walker o Randy Newman, Josh hace suyas mostrándose, más que nunca, como un cantante notable, sacando su faceta más negra.
‘Lo nuestro’, esas dos palabras, sugieren algo íntimo, profundamente personal. Pero también, leídas con otra perspectiva, son inclusivas y quieren abrazarnos a todos, y no solo a los que asistimos al fascinante engrandecimiento de la Christina de esta década. Invita a participar de sus dudas, temores y dolores, en tanto que son comunes a cualquiera que vive la convulsión generalizada de la vida real. Y reconforta cuando nos hace entender que hay una luz y una esperanza, un arma, que está en la unión de nuestras individualidades. Todo está en este magnífico disco, enésima reinvención de una artista más grande de lo que nunca imaginó nadie, resumido en una cita de Luis Cernuda que lo inspiró y aparece en su encarte: “Entre los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo, eras tú una verdad”.
Natalie Prass no posee una supervoz estratosférica, pero sabe emocionar. Suena dulce, frágil y, sobre todo, honesta, especialmente cuando la oímos cantar sus letras. Sencillas, directas, creíbles, exponen con precisión la inevitable contradicción de quien, aún enamorado hasta el tuétano, reconoce la decepción (‘My Baby Don’t Understand Me’), trata de abrir los ojos y romper con alguien (‘Bird Of Prey’, ‘Your Fool’) que a todas luces no le ama, y que además de ser infiel (‘Christy’, paradójicamente co-escrita junto a su pareja Kyle Ryan Hurlbut antes de conocer que en su vida también había una Christy), es capaz de hacerte sentir insignificante para justificar su distanciamiento (‘Why Don’t You Believe In Me’). Una obra exquisita que toma un amargo pedazo de vida de su autora y lo convierte en una joya, un emotivo hito para los que se enfrenten a él con el corazón roto o incluso ya con cicatrices.
Chvrches nos tienen contentos (y no es ironía). Después de editar uno de los debuts más sólidos de su año, ‘The Bones of What You Believe’, el trío escocés formado por Lauren Mayberry, Iain Cook y Martin Doherty regresa con una segunda entrega que es superior en todos los sentidos. Ya el primer adelanto, un ‘Leave a Trace’ en el que Lauren Mayberry manda a la mierda una relación imposible de resolver a través de uno de los mejores puentes-que-se-extienden-hasta-el-estribillo más acertados que han escrito nunca, prometía algo bueno, pero los singles que se sucedían después, en especial el trepidante ‘Clearest Blue’, confirmaban lo que finalmente encontramos en ‘Every Open Eye’, un no parar de canciones estupendas compuestas con inteligencia y sensibilidad que, desde su producción hasta las letras pasando por las melodías o la voz de Lauren, muestran a Chvrches en mejor forma que nunca.
‘Art Angels’ es el disco del año para iko y Sergio del Amo
La propia estructura narrativa que forma el “tracklist” de ‘Art Angels’ resulta fascinante. El disco en su comienzo parece ir alternando piezas más experimentales (‘Laughing and not Being Normal’, ‘SCREAM’) con artefactos de pop refulgente y menos “arty” (‘California’, ‘Flesh without Blood’), como si Grimes estuviese tratando de conciliar los dos extremos entre los que se mueve pero sólo yuxtaponiéndolos, sin ser capaz del todo de unirlos. Y sin embargo esa primera impresión se disipa con las sucesivas escuchas. Hay suficientes elementos pegadizos en ‘SCREAM’ (además de un fenomenal rapeado de la taiwanesa Aristophanes), y a su vez hay suficientes recursos de DIY y weird pop en ese excelente primer single, ‘Flesh Without Blood’. Y sin embargo no tantos como para espantar el tema, por qué no, de las listas de éxito. En la opinión de quien suscribe, un equilibrio perfecto.
‘Vulnicura’ es un viaje doloroso. Ni la propia Björk sabe cómo va a hacerlo para presentar estas canciones en directo de lo honestas que son. Sumida en una profunda tristeza en ‘Black Lake’, frustrada por los “raros momentos de claridad” en ‘Stonemilker’ y ‘Lionsong’ o atendiendo a la destrucción de la “misión sagrada” que es para ella su familia en ‘Family’, Björk publica con ‘Vulnicura’ sin duda su trabajo más sincero y lo hace en una obra definida y sólida, con puntuales aspectos de flaqueza que, sin embargo, no minan nunca la esencia y la huella emocional que termina imprimiendo en el oyente esta bella colección de canciones. No es una escucha fácil, desde luego, ni en forma ni contenido, pero como canta la propia Björk en ‘Notget’, “no borres el dolor / es mi oportunidad de curarme”. Y la nuestra de hacerlo con ella.
‘Premeditación, nocturnidad y alevosía’ es el disco del año para Lolo Rodríguez
El formato dividido en tres EP’s no permitía disco malo, ni siquiera mediocre. ¿Quién va a querer escuchar un álbum presentado por varios singles y EP’s que no molan? La fórmula escogida para promocionar lo nuevo de La Bien Querida de ninguna manera funcionaría si el segundo single hubiera sido cuestionable y el tercero «regulero». ‘Poderes extraños’ fue un gran primer sencillo. Pero si el disco tuviera sus flaquezas, probablemente habríamos conocido inmediatamente después las 11 canciones restantes, y no más pepinazos como ‘Ojalá estuvieras muerto‘ y ‘Muero de amor‘. La relevancia de estas tres canciones en el repertorio futuro de La Bien Querida, nada menos que después de tres discos sólidos, es incuestionable. Pero hay incluso más composiciones que aunque se nos hubieran presentado dentro de un disco largo, es difícil que hubieran pasado desapercibidas. Es el caso de ‘Alta tensión‘, ‘Música contemporánea‘ o ‘Vueltas‘. Con las ideas aportadas por David Rodríguez y también con los vídeos polisémicos de Juanma Carrillo se ven enriquecidas asimismo esas letras que a veces acusan cierta sencillez, convenciéndonos de que el todo que forma este álbum es mucho más que la suma de sus partes.
“Si logro convencer a un fan de que un sintetizador de los ochenta puede ir bien con una base rítmica de los setenta”, declaraba Kevin Parker en una entrevista, “entonces habré conseguido algo”. Lo que está claro es que Parker ya ha logrado con su sonido satisfacer a millones de personas y eso es algo que el australiano está dispuesto a explotar a toda costa en ‘Currents’: si ya decía que ‘Feels Like We Only Go Backwards’ es en esencia una canción de Backstreet Boys, que su colaboradora soñada es Britney Spears y que tiene terminado un disco entero para Kylie Minogue, a nadie debería extrañarle que Parker, que encima viene de colaborar con Mark Ronson, haya aprovechado la ocasión de su nuevo disco para perfeccionar su talento para escribir canciones pop en lugar de ponerse obtuso o, lo que es peor, hacer el mismo disco otra vez. ¿Quién quiere otro ‘Lonerism’ existiendo ya ‘Lonerism’?
‘In Colour’ es el disco del año para Sr John. También es top 2 para Miguel Sánchez (tras el último álbum de Low)
Nadie puede considerar lo de Jamie xx un proyecto «paralelo» en el sentido “menos mal que sabemos que The xx están grabando algo y probablemente lo saquen a principios de 2016″. De hecho, es flipante que se esté considerando ‘In Colour’ “su debut propiamente dicho”. Sí, el anterior álbum era de revisiones de Gil-Scott Heron, pero desde antes incluso de que este muriera (en pleno Primavera Sound, por cierto), estaba claro que aquello fue una ideaza. Por no hablar del impacto y la influencia (no sólo en el segundo disco de The xx) que han supuesto temas suyos que datan ya de hace cuatro o cinco años, como ‘Far Nearer’ y ‘Beat For’. Nada que envidiar a grandes de la electrónica como Caribou o The Field, personas tan aptas para hacerte bailar como llorar. Jamie xx puede ser pasto de Metacritic por la sutileza y el gusto exquisito de sus beats, pero lo que nos importa a la postre es su modo de tocar el corazón.
‘To Pimp a Butterfly’ es el disco del año para Raúl Guillén
El valor de ‘To Pimp A Butterfly’ está muy por encima de simplemente contener algunas canciones con más o menos atractivo. Y es que, como se desprende del último corte del disco, ‘Mortal Man’, Kendrick pretende erigirse en un mentor para los jóvenes, un referente heredero de iconos como Mandela, Martin Luther King, Malcolm X o Tupac Shakur. Pero aparte de una obra generacional, ‘To Pimp A Butterfly’ también funciona como un gran álbum de pop, con especial brillo en números apasionantes y adictivos como ‘Hood Politics’ (una mirada a la dura idiosincrasia del barrio, con sample de ‘All For Myself’ de Sufjan Stevens incluido), ‘Instituzionalized’ (sobre cómo el dinero y el poder pueden pudrir a los artistas), ‘These Walls’ (detrás de su fulgor, habla sobre la depresión), ‘Alright’ (una huida hacia adelante post-depresión) o ‘Complexion (Zulu Love)’ (una preciosa canción que invita a la sociedad a educar en el amor para evitar conflictos raciales de cualquier naturaleza). Nada, absolutamente nada, sobra en este álbum. Estamos ante una ambiciosa obra de carácter universal y proyección insospechada, que trasciende géneros y disciplinas artísticas, y que ya, apenas unas semanas después de su edición, se intuye como futuro objeto de estudio y referencia para otros artistas e intelectuales. En lo que al pop concierne, se sitúa claramente entre las obras de música popular más importantes publicadas, no ya este año, sino en esta década.
‘Carrie & Lowell’ es el disco del año para Mireia Pería, Nico del Moral, Claudio M. de Prado y Joric. También es top 2 para Angèle tras el álbum de Alondra Bentley
Stevens despoja de pirotecnia sonora estas once canciones precisamente para dejar que aflore toda la melancolía y el dolor en sus melodías. Guiado casi siempre por un piano o una guitarra acústica desnudos, sin percusiones (apenas sugeridas ocasionalmente), Sufjan canta con delicadeza, con su voz doblada o con gran eco, dando un toque de cercanía y espiritualidad que le presenta como el fantasma de sí mismo en que se convirtió tras la muerte de su madre. Un luto fatal y autodestructivo que le llevó a creer que estaba poseído por el fantasma de ella o que había heredado sus problemas mentales, enfrascándose en una iracunda espiral de autodestrucción, que él mismo ha explicado con desarmante detalle en las entrevistas, de imprescindible lectura para comprender no solo ‘Carrie & Lowell’ sino también su peculiar devoción cristiana y sus orígenes, constantemente referenciados a lo largo de su fantástica discografía. ‘Carrie & Lowell’, pese a partir de una premisa menos ambiciosa que otros de los discos de Sufjan Stevens (estamos ante el tipo que quería dedicar un disco a cada estado de los USA), resulta excelso, desbordante de emoción y de profunda espiritualidad. Y no se limita a ser un lacrimógeno homenaje a su madre: además de expiar sus propios fantasmas, miedos y traumas, Sufjan se sirve de ellos para alimentar una fantástica obra en torno a los misterios de la muerte y del amor paternofilial. Porque no debe escaparse que, en esta obra referencial, Lowell es tan protagonista como él mismo y Carrie: un hombre que, pese a mantener una relación breve con la mujer, hizo todo lo posible por que disfrutara de sus hijos y estos de ella, regalándoles los momentos más felices de su corto tiempo juntos. Un raro gesto humano que bien merece una celebración de este calibre.