2016 será recordado por el gran número de pérdidas irreversibles para la música popular. Talentos únicos que han resultado fundamentales durante décadas, como Prince, Leonard Cohen y David Bowie -estos dos últimos además grabando obras sublimes durante sus últimos días de enfermedad- nos han ido dejando a medida que avanzaba el año. La buena noticia es que, al margen de esto, ha sido un gran curso -mucho mejor que 2014, por ejemplo-, en el que han brillado géneros tan diversos como el trap, el folk, el hip-hop clásico o el renovado, el R&B o incluso el rock -con los mejores exponentes nada menos que en nuestro país-. Os dejamos con lo que para nosotros fueron los mejores discos de 2016.
Es difícil verbalizar lo especial que es ‘Ataque de amor’. Quizá por eso es tan especial, porque sus 10 canciones, concisas y construidas con una formación tan clásica como sus influencias, aparentan normalidad. Pero esto no es normal, ni convencional. En esta ocasión, evitan juguetear con el folklore hispano (como sí hicieran en el fantástico mini-LP ‘La espalda de un perro‘) y se centran en unas melodías pop de toda la vida. Por su parte, Gonzalo brilla por su certero, despiadado y romántico retrato de las glorias y miserias de un treintañero español medio en nuestros días. Con un punto de vista, más que costumbrista, hiperrealista, parece imposible salir indemne de este paseo por la cotidianidad, que puede resultar brutal o tierna. El Palacio de Linares lo tiene todo para convertirse en un grupo de culto.
Aunque Chairlift reconoce que no hay polillas en Nueva York, el dúo describe ‘Moth’ también como su disco neoyorquino y una sola escucha del mismo basta para entender que si este disco es neoyorquino es por la música. Así, desde la mezcla de R&B, pop y free jazz que propone la breve ‘Look Up’, ‘Moth’ se revela como un repaso, a través de la modernidad y extravagancia que caracteriza al grupo, a la historia musical de la ciudad y, por extensión, a la música popular americana, aunando varios géneros allí nacidos como la música disco, el jazz, el hip-hop o la “new wave” en un conjunto, como reza una de sus pistas, tan “polimorfo” y extraño como perfectamente asequible para todo el mundo. Lo de manejar bien diversos géneros no es, en principio, nada que el grupo no haya hecho antes; sin embargo, el ángulo en ‘Moth’ es considerablemente más agresivo y experimental en cuanto a producción y arreglos se refiere, mientras las melodías vocales y variedad de texturas sonoras, continúan enganchando desde la sutileza.
Rusos Blancos demuestran en este álbum, más que nunca, su sentido total del pop. En la fotografía de una habitación, desordenada pero acogedora, encontramos desperdigadas fotos de Motown clásico, New Order, La Costa Brava, Sean Nicholas Savage, Jen Lekman o sus hermanastros de Templeton, confluyendo en canciones certeras, de las que es difícil salir indemne. Estamos ante el disco más redondo y compacto del grupo, que además sirve como retrato de diversas generaciones, pero especialmente de la treintañera y soltera.
«Me importa una mierda», canta Tove Lo en ‘True Disaster’, una de las mejores canciones de su segundo disco, ‘Lady Wood’. «Sé que me va a hacer daño». La cantante sueca se arriesga con sus relaciones románticas y eso se traduce también en una obra pop arriesgada en su carácter conceptual –tanto musical como narrativo– que sitúa a una Tove Lo perdida en una discoteca… pero consigo misma e intentando buscar una salida a su confusión a través del sexo y el hedonismo. ‘Lady Wood’ es arriesgado precisamente porque no tantos discos pop enmarcan conceptualmente historias puramente sexuales pero Tove Lo se toma el sexo en serio y, por lo tanto, también su álbum. Además, musicalmente es uno de esos discos que apetece escuchar una y otra vez y sin el modo aleatorio puesto. De nuevo, muy pocos lanzamientos pop actuales consiguen eso.
Inspirado por su periplo mexicano, Novedades Carminha editaba este año su disco más experimental. Y que no os asuste lo de experimental: no es que el grupo se haya puesto ahora a sacar melodías de vasos de cristal; sencillamente, sus influencias son ahora más variadas que nunca y, como consecuencia, también lo son sus canciones. Este concepto se nota en la variedad de estilos que abarca el disco, que además de incluir una versión del clásico de la cumbia peruana ‘Cariñito’ de Los Hijos del Sol, no le hace ascos ni al rockabilly ni al “easy listening”, en tanto que la mayoría de sus arreglos de guitarra eléctrica llevan la palabra “California” pegada en todas y cada una de sus cuerdas, como prueban la ligera ‘De vuelta de todo’ o ‘Chispas relax’, que parece un cruce de calipso, el funk de William Onyeabor y el sonido del condado de Orange.
Anthony Gonzalez ha echado la vista atrás y se ha inspirado en toda aquella música que de pequeño escuchaba en casa de sus padres. Recreándose en un ejercicio de nostalgia (al igual que paisanos suyos como Daft Punk hicieran con ‘Random Access Memories’ o los propios Justice en ‘Audio, Video, Disco’), Gonzalez ha querido desvincularse de cualquier atisbo de modernidad y se ha abrazado a sus guilty pleasures personales, a esa playlist que probablemente escucha en “sesión privada” en Spotify, para rememorar una época pretérita que forma parte de su ADN. A primeras podría tildarse de hortera que componga una imaginaria sintonía televisiva para un hipotético remake de ‘Vacaciones en el Mar’ en ‘Moon Crystal’ o que reivindique a George Michael en ‘Walkway Blues’. Pero, ¿quiénes somos nosotros en realidad para poner en tela de juicio sus gustos, sus recuerdos de infancia?
Los navarros Kokoshca han acertado de pleno al evitar la mímesis del sonido indie de nuestros días y también el de los 90, para apostar en su lugar por un rock más crudo y ochentero que vincularíamos antes con Burning, Tequila o incluso Loquillo y Los Trogloditas. No era una boutade. Por eso colaboraban con su paisano El Drogas de Barricada, y ahora este escribe el texto promocional de su nuevo disco ‘Algo real’, ese que comenzaba muy acertadamente con un “suena polvoriento a desierto”. Predominan las guitarras de punk ramoniano, de rock urbano y canalla y también surferas y garajeras, a veces con un acabado demasiado lo-fi que les condena al nicho indie al que no deberían pertenecer. Porque sus retratos son universales y comprensibles por todos. Lo hemos comprobado en otros de sus discos y ahora volvemos a comprobarlo en ‘No queda nada’. Su estribillo levantaría a un muerto, el punteo del puente instrumental también, las palmas tienen la misma intención y cuando creías que nada podía ser mejor, llega la estupenda coda «estoy pensando en dejarlo / es que ya tengo muchos años». A este nivel, ni hablar. Bendita contradicción.
‘Oferta’ recopila las perlas que Las Bistecs han ido soltando de manera aislada a lo largo de estos años, entre ellas, ‘Caminante’, ‘Señoras bien’, ‘Universio’ o ‘HDA’, ya un clásico. Y las canciones nuevas descubren más buenos ganchos y mejores frases para enmarcar: ‘DJ Bicha’, ‘Eurofiestón’, ‘Galicia’ o ‘Problemas’ son de lo mejor de este trabajo de «electrodisgusting» que ha hecho de Las Bistecs una de las bandas más divertidas de este país. Ojalá no se marquen un Alma-X y tengan una carrera más larga, porque no todo en esta vida tiene que ser afectación y sufrir: el humor y la comedia también pueden dejar alguno de los mejores discos de 2016.
Al principio de ‘The Dreaming’, Laura Mvula plantea el concepto de su segundo disco de manera concisa. “Si todo lo que soy está mal / si he perdido todo lo que tengo”, canta en ‘Who I Am’, “¿cómo se supone que voy a seguir viviendo?” La conclusión es clara: “solo puedo ser yo misma”. Y solo siendo ella misma ha construido Mvula una obra musical fascinante de la que tardaremos años (sin exagerar) en descubrir absolutamente todos sus secretos. Puede que no se hiciera con el Mercury -sigue siendo demasiado parecida a Clementine en muchos aspectos- pero tampoco pasa nada, pues nos queda un gran disco.
‘The Hope Six Demolition Project’ está influido por tres viajes que ha realizado la cantante en este tiempo acompañada del fotógrafo Seamus Murphy: a Kosovo, en 2011, visitando distintos puntos del país, inspirando por ejemplo un tema sobre la limpieza étnica, ‘The Wheel’; a Afganistán, en 2012, donde evitaron los lugares a los que suelen ir los turistas, y se quedaron en casa de alguien que no sabía quién era PJ Harvey. Finalmente, en 2014 visitaron Washington DC, inspirando la polémica ‘The Community of Hope‘ que ya aborrecen los políticos locales de la capital estadounidense por su retrato de uno de sus barrios más decadentes. Estamos claramente ante un disco político de esta “corresponsal oficial de la canción bélica” que lleva un paso más allá algunas de las ideas mostradas en el álbum anterior. ‘The Hope Six Demolition Project’ no logra deshacerse de su halo “Let England Shake parte 2”, pero no habrá disco con mal sonido con estas personas detrás, y ‘The Hope Six Demolition Project’ vuelve a ofrecer una grabación apasionante que degustar atentos a los detalles, como las mejores realizadas por ellos mismos o Bowie a finales de los 70 y en nuestra década.
Stuart Price se ha revelado como el cómplice ideal para Pet Shop Boys una vez más, dando lustre y una forma homogénea a las canciones. Su producción es sencilla, mucho menos ampulosa que en ‘Electric’, elaborada con los elementos imprescindibles (cajas de ritmos, sintetizadores, teclados house…). Hay pocos adornos, apenas capas, no hay samples y muy pocas canciones contienen las orquestaciones marca de la casa. Con estos elementos consigue una agradecida atmósfera cercana al fabuloso ‘Disco 3’ o a las caras B de los noventa (¿o acaso ‘Inner Sanctum’ no evoca una barbaridad a ‘Euroboy’?). En ‘Super’ casi todo remite a algo… y, sin embargo, todo suena muy contemporáneo. ‘Super’ no hace concesiones al pasado. Esto son Pet Shop Boys, aquí y ahora, haciendo media docena de grandes canciones que deberían haber sido hits internacionales.
James Blake tiene el suficiente caché ya para permitirse un disco como le dé la gana de largo. Si Drake y Kanye West lo hacen, ¿por qué no él? De alguna manera, hay que entender ‘The Colour In Anything’ como una velada larga con alguien importante para ti, en la que no puedes dejar de dar vueltas a las cosas que con esa persona te han salido mal. Una cita que no se hace larga porque no te quieres ni te puedes ir hasta que se aclare todo. Es significativo que ‘The Colour In Anything’ termine con un tema que parece de los innecesarios pero termina siendo de los más importantes del disco. En ‘Meet You In The Maze’ claramente convergen las inquietudes de James Blake en lo personal y en lo creativo. “Todas las canciones que llegaron antes de ti / estaban aguardando / la música no puede ser todo / por eso te veo clara como el aire / y no es una creación mía”, indica con cierta despreocupación, probablemente a sabiendas de que tras lo que ha sufrido este último año -hace 12 meses estaba dándose cabezazos contra una pared- las cosas al final han salido bien: novia nueva y tercer buen disco.
Mucho se ha hecho esperar Skepta, una de las figuras más importantes del grime, para publicar su nuevo álbum, pero no ha decepcionado a nadie. ‘Konnichiwa’ es un álbum fiel a sus raíces pero actual, con muy pocas concesiones al mundo del pop y sobre todo muy bien equilibrado entre un comienzo de disco vertiginoso y una segunda mitad que esconde tres -casi cuatro- de sus singles principales. ‘That’s Not Me’ es un alegato anti-Gucci y anti-marcas, y una de las canciones en las que Skepta se postula como el puto amo. No hacía falta: es el único elemento pesado y sobrante de un disco que recuerda que no habrá género que pase o empiece a pasar de moda si es tan sólido como este.
Aunque su título significa «madre» en un dialecto de Ghana, las pistas del nuevo disco de beGun toman como punto de partida el nombre de diversas ciudades africanas que nos cuentan la ardua travesía del sur al norte del continente de una joven que, aun queriendo huir de la miseria, acaba llegando a Europa dándose de bruces con una realidad inesperada: la de las mafias de la prostitución. Está claro que Gunsal ha querido reinventarse de un modo más maduro e introspectivo firmando una colección de temas en la que las emociones, más que nunca, lo embriagan todo. Esas sonoridades africanas con las que ha barnizado el largo de principio a fin contrastan con un mayor uso de los sintetizadores analógicos. La música de beGUN se ha humanizado pero que no quepa duda de que, en ‘Amma’, hay baile más que asegurado.
‘Magnificent Fist’ posee mucho de lo que se echaba en falta en los tres últimos discos de Sean Nicholas Savage. En las notas de ‘Flamingo’ recomendaban las canciones para acompañar “meditabundos paseos invernales” o para “una pausa para fumarse el cigarrillo en la ventana”, algo que cuadra con aquellas canciones, que añoraba desde entonces y que ahora -por fin- la estupenda ‘Over the Night’ cumple con creces. Además, la diferencia que se percibe en este álbum no está en que las canciones que parecen más flojas sean más o menos salvables (sin duda, un mérito) sino en que la mayoría son brillantes. Como, por ejemplo, la bonita ‘Let Me Out’, que recuerda mucho al tono soul de su ‘Mutual Feelings of Respect and Admiration’ (2010). Caso aparte es ‘Blow Me Away’, que combina el dulzor del Michael Jackson baladista, melismas autotuneados y un estribillo indescriptible realmente adictivo.
En un mundo en que la muerte de hombres negros en manos de la policía blanca en Estados Unidos es retransmitida, como la del ciudadano de Minesota Philando Castile, en directo por streaming en Facebook, solo nos queda la música para tratar de encontrarle algún tipo de sentido. El concepto de ‘Freetown Sound’ es que Hynes, que ha sufrido la brutalidad policial racista en sus propias carnes, siente un profundo desarraigo producido por el temor que su identidad suscita en muchos. Que ‘Freetown Sond’ sea un ejercicio retro absoluto, expresado en canciones de enorme calado emocional como ‘Augustine’, ‘Best to You’ o ‘Hadron Collider’ con Nelly Furtado, sirve para recordarnos que los ochenta que evoca siguen siendo particularmente relevantes hoy.
McCombs ha abrazado definitivamente en este álbum –su primera entrega para el sello ANTI– el sonido de las radios americanas comerciales de los últimos 70 y primeros 80 pero sin abandonar su personalidad, y en su momento más feliz de inspiración: forma y fondo convergen en una primera mitad del disco realmente apabullante. Temas construidos a base de circunvoluciones de guitarra muy contemporáneas, no del todo alejadas de los arpegios de Mac DeMarco, que se repiten oblicuamente combinadas con excavaciones sonoras no tanto de sonido Americana como de soft rock, del pop sofisticado de Steely Dan, o incluso de la voz y melodías cálidas de Gerry Rafferty. Ya en la algo deslucida cara B, en ‘Cry’, McCombs canta “no more cliché songs”. Y desde luego en este ‘Mangy Love’ consigue ese complicado truco que artistas como Ariel Pink lograron anteriormente: resucitar sonidos clásicos, clichés que casi eran anatema en el pop independiente y reencuadrarlos en su propio universo, creando así algo auténticamente singular.
El nuevo disco de C. Tangana, Sticky M.A., Jerv.agz, Fabianni y I-Ace es un hijo de su tiempo. Su música y estilo lírico no es tremendamente original (suena a Partynextdoor o Lil Yachty) pero lo que logra Agorazein es algo fuera de lo común: absorber esos referentes, quizá poco accesibles para la gran mayoría de su público potencial, y adaptarlos a su idiosincrasia, a un lenguaje propio que sea capaz de conectar con aquel. En este sentido, ‘Siempre’ es uno de los discos que mejor representa lo que es la música popular en nuestros días. ‘Siempre’ es un disco que se eleva a un nivel musical y lírico superior, y que será capital para el género, tanto por su potencial comercial como por su halo de hito generacional.
Fantásticamente estructurado, ‘Big Black Coat’ fluye como un ente a lo largo de sus 49 minutos, trasladándonos a la época (los últimos años 70 y primeros 80) y el espacio (la noche en los bajos fondos del núcleo urbano de Toronto) que han inspirado estas canciones. Ese “gran abrigo negro” viene a simbolizar el cobijo para tipos que caminan solos en el invierno oscuro, personajes torturados emocionalmente, frustrados, que deambulan cabizbajos por clubs de mala muerte de ciudades industrializadas en decadencia. En contraposición a ese depresivo trasfondo, musicalmente el álbum está plagado de momentos hedonistas y de momentos eufóricos, que se aproximan al neo-R&B desde un punto de vista poco ortodoxo, al deep house minimal o al electropop trotón y romántico.
Esta nueva obra de Angel Olsen parece un homenaje a sí misma como artista y ser humano, que no duda en esbozar en él sus propios anhelos y, sobre todo, sus contradicciones. No es casual que la secuencia esté claramente estructurada para una cassette o un vinilo, en dos caras muy diferenciadas. La primera concentra su faceta más uptempo (la grunge ‘Shut Up Kiss Me’, la doo wop ‘Never Be Mine’), en la B encontramos a la Olsen más taciturna y melancólica (el dub y blues a lo Mazzy Star en ‘Heart Shaped Face’, ‘Sister’). Pese a haber sido producido por Justin Raisen (habitual de Charli XCX, Sky Ferreira o Santigold), sin embargo, el cambio que ofrece ‘My Woman’ es bastante sutil, sumando la solidez de su rodada banda de directo y la intervención de teclados. Donde mayor progresión se percibe es en la composición. Resulta obvio que la autora folkie de ‘Strange Cacti’ o ‘Half Way Home’ parece mucho más lejana que apenas 4 o 5 años. Y, sobre todo, hay una evolución notable en sus letras.
Smith Westerns fueron una banda que, tras su desaparición con apenas tres álbumes, dejaron huella en el panorama del rock internacional de esta década. Pero, sobre todo, parece que podría ser el germen de una saga de interesantes músicos que podrían ir, por separado, incluso más lejos de lo que llegaron juntos. Entre ellos, el proyecto conjunto del guitarrista Mark Kakacek y el batería (que aquí suma a sus tareas la de vocalista) Julien Ehrlich, también miembro durante un tiempo de Unknown Mortal Orchestra. Incluso el instrumental ‘Red Moon’, un breve pero evocador tour de force entre trompeta y piano, se hace imprescindible en un álbum repleto del anhelo de unos días dorados (de relaciones truncadas de Mark y Julien) que no regresarán. Lo mejor es que, pese a que su melancolía puebla cada rincón, lo hace con una mirada limpia y animosa, agradecida por haber vivido instantes bonitos junto a alguien.
Muchos no verán en ‘Evening Souvenirs’ más que un cúmulo de clichés sesenteros replicados. Sin embargo, son pocos los artistas de nuestros días preocupados por detenerse en ellos, por recordarlos y por conjugarlos con otros estilos y décadas y The Yearning saben llevarlos. En su nuevo disco, las canciones son más afrancesadas y maduras en arreglos y matices que antes y cada cara se abre con un instrumental que potencia el carácter cinético de la música. Los coros de góspel contenido de la parte central del álbum, aportados por hasta 24 coristas, aportan una solemnidad y seriedad que, a pesar de la temática amorosa, espantan el lado más naíf de The Yearning. La música deja de sonar estrictamente inofensiva para anunciar que se acerca el huracán.
Si ‘II’ era más comedido que ‘I’, en ‘III’ se acentúa la introspección a la par que la voz de Sascha Ring amplía virtudes como novedad y por sorpresa. Su magnetismo vocal impera en ‘Eating Hooks’ y ‘Reminder’. ‘Ghostmother’ aporta la épica a la que nos tiene acostumbrados Moderat y la inmediatez que demandamos en otros temas. Por su parte, ‘Running’ y ‘Finder’ representan el baile comedido, que sin inventar nada en cuanto a composición, remata la jugada a base de golpes de ritmo. Pese a no llegar al trampolín definitivo para el público general, con los redobles de breaks de ‘Intruder’, la catarsis queda cerca. Si algo queda claro con esta tercera entrega del trío berlinés es que ya Moderat no se trata sólo de un proyecto paralelo.
La imagen de la realidad enfermiza de las sociedades occidentales que Tempest recrea en este disco resulta, por ultrarrealista y certera, aterradora. Noquea por mostrar la verdad cruda tanto como fascina por su precisión quirúrgica para construir personajes demasiado parecidos a nosotros. Y lo hace de una manera tan hermosa que casi hace olvidar lo terrible que resulta. Así y todo, la joven poetisa logra desempolvar un asidero, una vaga esperanza. ‘Let Them Eat Chaos’ no es fácil de digerir como obra musical porque no es sólo un disco. La importancia de las palabras de esta obra está incluso por encima de las canciones, algo a lo que no estamos habituados en el pop de nuestros días. En ellas reside su gran poder. El conjunto logra percutir poderosamente nuestras mentes desde varios ángulos, un golpeo absolutamente cohesionado en el que cada pausa, interludio o transición tiene un sentido fundamental para la paliza intelectual y emocional que recibe el oyente/lector. «It’s 04:18, again».
Este año, The Radio Dept. han publicado su álbum más combativo. Preocupados por el auge de la extrema derecha en su país, su pretensión es sacudir caderas y conciencias, no sólo en Suecia, sino en un Occidente amenazado por los mismos males: el miedo, la insolidaridad y el fascismo. Si ya le dedicaron un single deseando su muerte, la gravedad de la situación actual les ha llevado a construir un disco completo para atacarlo. Y es el mejor de su carrera. ‘Running Out of Love’ es una obra pegadiza, inmediata y fantástica de canción protesta bailable, en la que The Radio Dept. han mutado sus postulados: suenan mucho menos lo-fi y dream pop, más sintéticos y orientados al dance, pero manteniendo su melancolía y evanescencia habituales. Partiendo de una música teóricamente hortera -pero de enorme calado emocional- han conjugado su hedonismo inherente con una furibunda crítica social para parir un disco hermoso y necesario; tan acogedor como volver a casa y, a la vez, toda una patada en la boca.
‘Ópalo negro’ no es el disco de debut que muchos esperaban de Papa Topo cuando escucharon su primer single ‘Oso Panda’, pero extrañarse de cuánto ha cambiado el proyecto de Adrià Arbona en estos 7 años es estar mal informado. Ya el vídeo sangriento de ‘Oso Panda’ buscaba la distancia de su vertiente más ñoña, ‘La chica vampira‘ consolidaba su gusto por el cine de terror de serie B, la cara B de esta ‘Capuchas de lluvia’ mostraba su interés por la distorsión y también por la canción melódica española. Más que un gigantesco paso adelante (¿puede exigirse que lo sea un disco de debut?), ‘Ópalo negro’ es la consolidación de casi todos los palos que ha tocado Papa Topo en estos años, de su vena más infantil a la más adulta (pero qué poco pegaría aquí ‘Oso panda’). A veces las canciones de Papa Topo son más complejas de lo que parece, otras son preciosas y emocionantes, y entre el pop de cámara y la canción tradicional, ‘Ópalo negro’ sugiere que Adrià se quiere parecer más a Alejandro Martínez como compositor inquieto y versátil que a Berlanga o a Milkyway. Y bien, ¿verdad?
Para la consecución de nuevos hits tras el pelotazo de ‘Can’t Feel My Face‘, Abel Tesfaye no se ha andado con chiquitas y ha llamado a los mismísimos Daft Punk para dos canciones magníficas como son ‘Starboy’ y ‘I Feel it Coming’. En el resto del disco, si bien The Weeknd no se decide estilísticamente por el trap (‘All I Know’ con Future), el R&B o el synth-pop, hay bastantes canciones que amar por encima de las etiquetas. Tenemos el delicado y exquisito R&B de ‘True Colors’; o el de ‘Attention’, sobre el que sobrevuela un efervescente efecto electrónico; o ‘Die for You’. Y mención especial requiere el aroma blues de ‘Sidewalks’ con la participación de Kendrick Lamar, además de canciones que entran a la primera como ‘Rockin’, ‘Love to Lay’ o la irresistible ‘Nothing Without You’, en que viejo y nuevo The Weeknd se encuentran.
Una de las mayores virtudes de ‘A Moon Shaped Pool’ es lo bien que han integrado cosas que no tenían nada que ver. El disco se abre con el single ‘Burn the Witch’, que como todos los singles del mundo, mejora dentro de la secuencia del álbum, ya aupado al privilegiado grupo de grandes canciones de Radiohead. Su letra es una metáfora de los refugiados de guerra, criticándose que sean los apestados de Europa. Podríamos estar ante un disco de nuevo político de Radiohead, y de hecho ‘The Numbers’ trata sobre el cambio climático. Pero el disco se cierra con una canción de amor, ‘True Love Waits’, que lleva 20 años en un cajón, saliendo de él únicamente para ser tocada de vez en cuando en vivo. Y ahora que Thom Yorke se ha divorciado tras 23 años, su significado se ve enriquecido. Pero si algo sorprende del disco de Radiohead es que este es su disco con mayor número de canciones-hoguera. El modo en que brilla una línea de piano y otra permanece en segundo plano en ‘Decks Dark’ o en el que irrumpen los arreglos en el penúltimo corte, así llamado por un tema tradicional británico, demuestran lo en forma que está el grupo y su inseparable Nigel Godrich.
‘Coloring Book’ es una especie de proyección del legado de los dos primeros y capitales álbumes de West, ‘The College Dropout’ y ‘Late Registration’ (Kanye colabora en el disco). Siempre ajeno a la agresividad que inunda buena parte del rap contemporáneo, la nueva mixtape de Chance demuestra su carácter y su versatilidad para tocar estilos muy variados. Así, el rapero entrega un disco no especialmente innovador, en el que conviven con absoluta armonía sonidos clásicos y actuales. Un fresco luminoso y sin estridencias en el que caben gospel, soul, funk, hip hop, trap y hasta house que reconforta y pone de buen humor, algo que, pese al gran momento creativo que vive el género, no abunda tanto como nos gustaría. En sus letras, Bennett habla sobre preocupaciones muy personales, a veces prosaicas y otras más trascendentales, pero en cada caso logra encontrar un punto emotivo que capture al oyente. Un disco en el que Chance marca una nueva cota de su innegable talento, un talento que, frente a discursos combativos, ambiciosos, atormentados, violentos, misóginos o paranoicos, pone este “libro para colorear” al servicio de la sonrisa, lo constructivo, la autoconfianza, lo local y lo divertido.
Las letras siguen sin ser el punto fuerte de León Benavente, pero esta vez está mucho mejor disimulado: la colección de hachazos es tal -casi todos los temas parecen preparados para que la gente lo dé todo en sus conciertos- que no merece la pena cuestionarlas. ‘2’ es como un homenaje voluntario o involuntario a todo el pop español independiente que ha triunfado durante estos últimos 20 años (desde El Columpio Asesino a Hidrogenesse pasando por nudozurdo o Triángulo) y ‘2’ es una de las mejores colecciones de hitazos del pop en castellano de los últimos tiempos. A destacar, una de las canciones del año, ‘La ribera’. Hay intenciones políticas en su letra, pero también un deseo de crear un estribillo que pueda llegar más lejos que los de Deluxe, La Habitación Roja o los primeros Vetusta Morla.
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Hamilton Leithauser & Rostam
El disco colaborativo de Hamilton Leithauser de The Walkmen y Rostam Batmanglij (ex Vampire Weekend) es otro de los mejores discos de 2016, en tanto que nos devuelve a un pasado musical tan reconfortante como singular. Rostam, que es fan de The Walkmen de toda la vida, llevaba años ideando sonidos para la carismática voz de Hamilton en su cabeza y ha aprovechado la oportunidad de esta colaboración para hacer un trabajo peculiar, excitante y de musicalidad rica que hace lecturas un tanto estrambóticas de los estilos americanos de siempre, lo que resulta en un disco tan memorable como especial. Su hilo principal, el de la nostalgia, es expresado mayoritariamente en el álbum desde un ángulo espectral en canciones como ‘In a Black Out’, ‘1959’ o ‘When the Truth Is…’, mientras el single principal del disco, ‘A 1000 Times’, es sencillamente un gran hallazgo.
El disco definitivo de Andy Shauf se inspira en una fiesta llena de personajes desolados que sufren desamor, no saben cómo comportarse o incluso mueren sin que nadie se dé cuenta. Como el guión de una (buena) película de Robert Altman o Ang Lee, Shauf nos introduce, con un lenguaje ligero y cuidado, en la profundidad de las vidas de estos personajes corrientes, como los que figuran en la preciosa portada del álbum, que podrían estar rodeándonos en nuestra propia fiesta, que podríamos ser nosotros mismos. Para ello dispone de esta maravillosa banda sonora, 10 canciones inmaculadas de pop atemporal, bellas, amargas, tensas, deliciosas, que nos acompañarán seguro durante muchos meses o años. Shauf es uno de esos artistas que o bien se convierten en estrellas o, al menos, se ganan el cariño eterno de los que le abren su puerta.
Si ‘Quemadero’ era una explosión de rabia, ‘Movimientos’ es la sensación de odio y malestar que perdura durante los días siguientes. Aquí las voces retumban, los bajos son profundos y redondos y la batería combina los ritmos tribales bien conocidos con otros que casi parecen percusiones electrónicas. Y se ha ganado con el cambio: el odio bailable es menos directo pero se va alimentando con el paso del tiempo. Los fans de Juventud Juché dejarán de lado el pogo en sus conciertos y lo sustituirán por un baile desenfrenado y sin coordinación definida con el mayor de los placeres.
‘Fruta y verdura’ huye de la civilización, de redes sociales y de toda tecnología para situarnos en plena naturaleza. A veces es a modo de reivindicación y evasión, a veces como lugar de peligro y muerte, pero la trama de estas once canciones se sitúa en bosques y selvas entre plantas y animales. Lo mejor es que el álbum no contiene monsergas, advertencias, incitaciones subyugantes ni se plantea como salvador del mundo. Espanto han sabido construir belleza a partir de la muerte, pero también se enfrentan a ella con su humor particular.
Una obra maestra de hip-hop maduro. En la mayoría de géneros musicales de la música negra norteamericana la edad infunde respeto y hace ganar al músico carisma, pero las músicas urbanas, tan asociadas a la rabia y frustración propia de los jóvenes, nunca parecía que fuera a acomodar la presencia de músicos más allá de los cuarenta. El movimiento Native Tongues, con sus inquietudes culturales, letras más reflexivas, llamamiento a la unidad, bases jazzy y pop, ciertamente tenía más boletos para ello que el rolo nihilista-materialista del gangsta rap, pero hacía falta que empezaran a materializarse discos tan brillantes como el de De La Soul de este año, o este mismo ‘We Got It From Here…’. En ‘We Got It From Here…’ todo hace clic: supongo que cuando tienes cuarenta y tantos puedes finalmente hacer un disco que hable de política, pero a la vez que muestre tu lado más sensible y tus preocupaciones de adulto, como cuando Jarobi entrañablemente le canta a Phife (muerto por complicaciones de su diabetes) que intentó cuidarle cocinándole buena comida (“Cooking in the kitchen making sure my nigga eating well”). Si además -como en el caso de A Tribe Called Quest- la música se mantiene tan exuberante, la fórmula resulta que funciona.
A pesar de lo reconocible de todos los recursos que utiliza El Último Vecino, su propuesta resulta tremendamente personal. No suena impostado, ni a parodia ni a homenaje. El estilo de El Último Vecino ha sido mejorado y envuelto en ‘Voces’ en una fórmula mucho más pop en la que las voces cobran mayor protagonismo. Puede que haya algo de nostalgia en su sonido pero también hay mucho de un tipo sensible, con unas referencias muy claras, capaz de rescatar unos sonidos que a pesar de transmitir cierta melancolía son capaces de alegrarte el día.
Un peldaño por debajo de su ambición -sería mejor si no existieran precedentes como ‘808s & Heartbreak’, aunque ojo, ha sabido reírse de que el último álbum de Kanye West se llame justo ‘The Life of PABLO’- y un peldaño por encima de lo que parecen estar interpretando crítica y público, ‘HiperAsia’ es ante todo un álbum que representa perfectamente lo que es este 2016. Quizá el disco nacional más 2016 que escuchemos este año. Lo es, principalmente, porque usa diferentes lenguajes como el trap, el rap, el dubstep, el jungle, el lounge, el reggaetón o el neo-soul sin que apenas te des cuenta de que lo está haciendo, sin oportunismos, al propio servicio de las intenciones conceptuales de El Guincho. Cuando menos te lo esperas te viene a la mente un arreglo… que a lo mejor ha durado 1 segundo. Y lo es también por lo innovador de su formato. Así, El Guincho se merienda toda moda para reflexionar sobre sí mismo, su carrera y el devenir de los géneros, a veces contradiciéndose o equivocándose en los detalles… y dejando intencionada o accidentalmente uno de los discos más relevantes de 2016. Cuando dentro de 15 años alguien quiera sonar a 2016, seguro que ‘HiperAsia’ se parece un poquito. E igualmente, cuando nos encontremos la pulsera o veamos su portada en 2031, seguro que recordaremos inmediatamente cómo fue este año.
La decisión de Shura de expandirse en su lado más “radio-friendly” en ‘Nothing’s Real’ no nos permitirá saber cómo habría sido un disco suyo lleno de canciones parecidas a ‘White Light’, pero con lo buenas que son estas canciones de estilo ochentero entre Fleetwood Mac circa 1987, Madonna y Janet, al final termina dando igual. Lo de Shura era pop en mayúsculas y ‘Nothing’s Real’ es prueba de que la británica puede con cualquier estilo si se lo propone. Un disco, en definitiva, como los buenos, de largo recorrido.
Más allá del name-dropping de los créditos sobre temas que no habríamos descubierto jamás, y que también sacude de lo lindo el mundo cinematográfico y documental -de ‘Streetwise’ a ‘American Juggalo’-, lo importante es que The Avalanches han construido un álbum poderoso y personal, incluso quizá demasiado parecido a su debut, en el que refulge sobre todas las cosas su habilidad y originalidad en la producción. No sabemos si es el uso de la ibogaína en la enfermedad de Robbie Chater o una cuestión de paciencia, pero es difícil escoger qué funciona mejor en una pista como ‘The Wozard of Iz’, si el delicioso recitado de Mort Garson de ‘I’ve Been Over the Rainbow’, que chiflaría a Broadcast; la parte de Danny Brown, el sample acreditado de Tommy James & The Shondells o las orquestaciones aportadas por The Avalanches. ¿Cómo averiguar dónde empieza cada cosa? Todo está tan bien casado que hasta el último sonido ambiente del disco tiene su porqué. ¿Quién no cree en los interludios después de ‘Light Up’? It’s a world of fantasy. Doo doo doo doo doo. Ba ba ba ba ba. Doo doo doo doo doo.
‘A Seat at the Table’ efectivamente no es ‘Lemonade’ y no moverá millones de copias ni será uno de los discos más vendidos del año por mucho que lo merezca. El disco de Solange es puramente R&B, se parece más a los discos de Ms. Lauryn Hill, D’Angelo, Jill Scott y Miguel que a los de Beyoncé porque contiene melodías vocales y armonías mucho más sutiles y pacientes, producciones nada bombásticas y muchos menos singles para la radiofórmula actual. La primera mitad del disco refleja esto brillantemente en canciones tan buenas como la agridulce ‘Weary’, que ha inspirado un divertido meme; ‘Mad’, una pequeña obra maestra de hip-hop fusionado con jazz en la que rapea Lil’ Wayne; ‘Don’t Touch My Hair’ y ‘Cranes in the Sky’, de lejos la mejor canción del disco, un sobrecogedor retrato de escapismo que contiene probablemente la melodía más hermosa del álbum.
Estremece hoy leer el texto que nuestro compañero Jaime Cristóbal escribía sobre este disco semanas antes de la muerte de Cohen. «¿Es este el último disco de Leonard Cohen? ¿Está el poeta canadiense “haciéndose un ‘Blackstar'»?», comenzaba preguntando. «Uno echa la mirada atrás y se da cuenta de que acaba de escuchar el disco más redondo de Leonard Cohen de los últimos veinte años. Ni siquiera importa si será el último o no, ‘You Want It Darker’ se sostiene con una inusitada vida por sí mismo», concluía. Y no era para menos, pues estábamos ante un largo lleno de sorpresas gratas, como el impacto de esa apertura homónima o incluso los pasajes más “estándar” del cantautor, como ‘Treaty’, que suena a clásico instantáneo, con su melodía muy Cohen pero también muy Randy Newman, llena de imágenes bellas, si bien crípticas, quizá dirigidas a Dios (“Ojalá tu amor y el mío firmasen un tratado”), con el ocasional rayo de luz autobiográfico (“I’m angry and I’m tired all the time”), cantadas con una voz que es pura grava, pero una grava hermosa; y ‘On the Level’, de letra magnífica, contrarrestando el peso existencialista de buena parte del disco con lo que parece la descripción de un encuentro tentador con una mujer. Reconforta sin duda reencontrarse con el inconfundible humor de este antiguo “ladies’ man”.
La versatilidad y personalidad vocal de Rihanna, eternamente “cool”, no es siempre evidente en sus grandes éxitos, pero en ‘ANTI’ no había nada de eso en principio (después ha resultado que sí). En su lugar, Rihanna parecía buscar un disco que la alejaba firmemente de la radiofórmula para reconducirla hacia terrenos más experimentales, dando lugar a una obra que era un pequeño despropósito conceptual, pero cuyas canciones por separado, desde hitazos como ‘Work’ y ‘Needed Me’ hasta «fan favorites» tan reivindicables como ‘Consideration’ o ‘Higher’, eran muchísimo mejores que la suma. El gran «grower» del año.
8
Nick Cave & The Bad Seeds
Nick ha encontrado en Warren Ellis a su hermano en la música («sin él, todo esto se vendría abajo», dice en la película que acompaña el disco). ‘Skeleton Tree’ es la expresión de lo que el violinista ha logrado extraer del australiano en inacabables, a veces estériles, sesiones de improvisación en búsqueda de un hilo del que tirar. Esa es la esencia de este álbum, que es semejante al trabajo que ambos llevan haciendo juntos desde hace varios años en diversas BSO de películas. Construyen composiciones a partir de un bucle de ruido o un par de notas dislocadas o un coro deslavazado o un ritmo marcial. Cave los usa, a duras penas cantando (“he perdido hasta la voz”, reconoce), para desentrañar unos textos que van unidos a la música como hueso y carne, una poesía fantasmal con imágenes de insectos, mujeres vestidas de rojo, espacios inabarcables, pánico, pérdida y dolor. También hay sexo y religión o, al menos, algo sobrenatural. Es uno de esos discos que a medida que se escuche y dependiendo de qué manera se acceda a él, ofrece múltiples y diversas lecturas. Pero todo, inevitablemente, vuelve a conducir a Arthur, el hijo que el año pasado perdía el artista al caer de un acantilado.
Decir que ‘The Life of Pablo’ resume, por sonido, la carrera de Kanye parece una holgazanería, pero es verdad. El disco contiene una calidez que no oíamos realmente desde ‘My Beautiful Dark Twisted Fantasy‘ y su gusto por los samples del soul, el R&B y el hip-hop de la vieja escuela, los arreglos clásicos de algunas de sus pistas o incluso su duración remiten a ‘Late Registration’. Las letras del disco siguen resultando problemáticas pero musicalmente es complejo, fascinante y para escuchar en bucle incansablemente.
‘Love & Hate’ es un disco sobre soledad y conflictos de amor, sin apenas menciones religiosas pese a que Kiwanuka es católico reconocido, pero también un estudio sobre la historia de la música afroamericana a través de un enfoque retrospectivo y lo-fi que no olvida la modernidad. Kiwanuka y compañía abren en ‘Love & Hate’ una exuberante panorámica de cuerdas, pianos, coros celestiales, guitarras líquidas y metales al servicio de las melodías de R&B y soul clásico y el resultado es esos discos que se quedan para siempre.
Estamos ante una obra conmovedora, en la que Frank se ha dejado el alma. Y no, no es una frase hecha. Su personalidad, sus miedos, su dolor, su felicidad, sus anhelos, están impresos en estas canciones. Unas veces de forma más explícita que otras, pero siempre con una singular capacidad poética, las constantes referencias y metáforas a su pasión por los coches y la velocidad (herencia y símbolo, dice, de una adolescencia heterocéntrica), las evidentes alusiones a unas relaciones complicadas en su temprana juventud que cambiaron para siempre su forma de ver el amor (tanto ‘Ivy’ como ‘Pink White’ parecen referirse a la persona a la que escribió aquella desarmante carta abierta en su Tumblr, 2012), el uso de drogas como método evasivo de la realidad o su huida de los focos, las alfombras rojas y todo lo que implica la fama en general alimentan estas estupendas canciones.
El gran hallazgo de ’22, A Million’ es la profunda arquitectura sonora, con apariencia de accidente, que dispone Vernon con el equipo técnico de April Base, su estudio, diseñando una perspectiva inédita (‘____45_____’ y ‘21 M♢♢N WATER’, por ejemplo, coquetean con el free-jazz) que hace sonar de forma insólita incluso las canciones más tradicionales. Es el caso del desarmante corte introductorio, ‘22 (OVER S∞∞N)’, la fantástica ‘29 #Strafford APTS’, interpretada con guiños de hillbilly por su fiel S. Carey mientras vientos y cuerdas parecen sonar a millas de allí, o de la sinuosa ‘666 ʇ’, no demasiado alejadas de ‘Perth’ o ‘Holocene’. Como ocurrió con ‘Bon Iver’, ’22, A Million’ presenta un nuevo estándar musical que será referencia futura para muchos. Y detrás de ese reinventado muro de sonido hay canciones, canciones emotivas y certeras en las que emerge el autor de ‘Skinny Love’. ’22, A Million’ vuelve a confirmar a Justin Vernon y su equipo como uno de esos raros grupos que no juegan la misma liga que los demás. Simplemente, crean una propia y el resto debe conformarse con mirar, aprender y disfrutar.
3
Triángulo de amor bizarro
Como si inconscientemente les agobiase que algunos de sus grupos favoritos estén separados tras haber contenido una pareja (Sonic Youth y Stereolab, a los que decían copiar constantemente aunque nadie se diera cuenta, recuperad ‘Peng!’ y veréis), Triángulo lo dan todo como si el 29 de enero -día de lanzamiento- hubiera sido el último día para ellos y para todos nosotros en el planeta Tierra. La energía que inspiran canciones como ‘Nuestro siglo Fnord’ o ‘Luz del alba’ -el batería, Rafa Mallo, se merece un altar más que un premio- es la mayor jamás vista en sus canciones. Era esperable que profundizaran en sonidos noise, metaleros, industriales… pero el fondo del disco esconde un sinfín de novedades estilísticas más sorprendentes. Como si Triángulo de amor bizarro hubieran dicho «ya tenemos nuestro sonido, todo el mundo lo conoce e identifica al segundo, ahora atraigamos otros estilos hacia él», el cuarteto gallego se aproxima como nunca lo había hecho a Phil Spector, The Jesus & Mary Chain, Raveonettes y los Smiths (‘Seguidores’, que a su vez podría salir en una peli de David Lynch); al dub y al reggae que tanto han obsesionado últimamente a Rodrigo (‘Desmadre estigio’) o a los últimos Portishead (‘O Salve Eris’).
‘Lemonade’ no es el disco político de Beyoncé que prometía la gran ‘Formation’; en su lugar, por concepto es simplemente un disco de amor, desamor y, finalmente, de misericordia, aunque aúne en sus letras otros temas como feminismo (‘6 Inch’) o racismo (‘Freedom’, con Kendrick Lamar), pero el tema aquí no es lo que cuenta Beyoncé sino cómo y ‘Lemonade’ es un disco de una calidad musical notable, por momentos excelente incluso; vocalmente impecable, variado y dotado de un sonido vigoroso, oscuro y lleno de matices, que por nada del mundo un fan de la música comercial debería ignorar. Quizás no encuentres por aquí una canción histórica tamaño ‘Crazy In Love’, ‘Irreplaceable’, ‘Halo’ o ‘Drunk In Love’, pero sí una obra sólida de principio a fin que vuelve a demostrarnos que la evolución artística de Beyoncé desde ‘4’ es exactamente como queríamos.
Desde el lunes por la mañana en que conocimos su muerte, es inevitable que un escalofrío recorra el cuerpo al escuchar ‘★’. En una pirueta meta-artística en la que obra y vida -muerte, mejor dicho- de un artista confluyen de manera gloriosa y terrible, David Bowie nos estaba anticipando su inminente defunción a través de los surcos de este álbum final. Eso explica muchas cosas, si no todas, y obliga a juzgar esta obra desde una perspectiva nueva, inevitablemente. Pensar en los últimos 18 meses del artista británico, desde que le fuera diagnosticado el cáncer de hígado, pasando por la lucha contra la enfermedad y la asunción de que no podría vencerla, y culminando con la creación de un disco que ni siquiera sabría si podría finalizar o ver editado en vida (visualizando la fecha de su cumpleaños, su favorita, como el momento perfecto para su edición), es totalmente conmovedor.
Pero, obviando las circunstancias, David Bowie lanzaba un disco audaz y cautivador, valiente, que corría unos riesgos que nadie, salvo su espíritu siempre inquieto, le pedía. Con él escribía ya un nuevo y notable episodio de su carrera, a la altura de su leyenda. Apoyándose en la libertad del jazz y el kraut rock, inspirado por jóvenes artistas que rompen límites como Kendrick Lamar o Death Grips, esta vez ha amasado una obra densa, oscura como una ponzoña viscosa que recorre sinuosa, temible, casi cada segundo de sus 41 minutos, permitiendo puntuales y muy medidos espacios a la luminosidad de algunas melodías. Todo conforma su gran obra final, y no deja más remedio que descubrirse ante esta maniobra asombrosa: ‘★’ es un epitafio que retrata su salida de este mundo, pero será, probablemente, el portal de entrada para muchas generaciones, presentes y venideras a una carrera artística referencial, que ha cambiado y cambiará vidas.